John Reed, el periodista excepcional de la Revolución rusa. (Captura de pantalla)
John Reed, el periodista excepcional de la Revolución rusa. (Captura de pantalla)
Ricardo Hinojosa Lizárraga

Las calles tranquilas de Portland, Oregon, con su halo conservador y anticuado, de hermosas e imponentes mansiones donde el siglo XIX se negaba a terminar. La casa de los abuelos, una madre sobreprotectora, la misa obligatoria los domingos, las ridiculeces de la alta sociedad, el recuerdo aún fresco de la esclavitud. Un mundo en el que cualquiera que pensara distinto siempre sería visto mal. Allí comienza esta historia.

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Entre 1887 y 1910, es decir, entre su nacimiento y el año de su graduación universitaria, pocos elementos hacían presagiar que, en escaso tiempo, el joven John abandonaría la siempre confortable posibilidad de vivir la misma vida que vivían todos, por la de escribir él mismo su destino. Literalmente. No pasaría mucho tiempo para que cambiara su apacible ciudad por fuegos y explosiones en lugares tan distintos como Chihuahua, Belgrado o San Petersburgo; o para que comiera tortillas con Pancho Villa y bebiera vodkas con Lenin; o para que conociera la crudeza de cárceles polacas o finlandesas. Tampoco para que su pluma o su oratoria encendieran multitudes en tres continentes. Criado en un hogar burgués y acomodado, fue un niño de salud delicada que creció rodeado de criados chinos y enfermeras, con una madre que le elegía a los amigos, es decir, a los futuros contactos que ansiaba su familia para mantener la posición. Y John, hasta cierto punto, cumplió con lo que se esperaba de él, al menos hasta que terminó de estudiar en Harvard.

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Ese mismo año, 1910, un grupo de campesinos mexicanos, hartos de los abusos de los poderosos y de la pobreza, tomaron las armas e iniciaron un sangriento proceso que los llevaría al poder. John, a quien sus amigos ya llamaban Jack, probablemente le prestó poca atención a la noticia y se dirigió a Europa apenas se graduó. En Harvard había hecho teatro, cantado en el coro, practicado natación y waterpolo, además de empezar a escribir y participar en sus primeras reuniones socialistas. En su cabeza, entonces, empezaron a debatir, fervorosamente, el artista y el político, en un intercambio cultural y vital que marcaría su existencia. Al partir, vivió la primera de sus muchas aventuras: se enroló como marinero y trabajador en un barco mercante para pagar el pasaje que lo llevaría a conocer España, Francia o Inglaterra, en días tensos que parecían ya incubar la Primera Guerra Mundial. “Debes ver la vida si quieres escribir con éxito sobre ella”, le recomendó el prestigioso educador Charles Towsend Copeland, “Copey”, uno de sus profesores favoritos en Harvard. Este consejo marcaría el rumbo de su vida.

Canta y no llores

A pesar de que aún no superaba los 25 años, era evidente que el hombre que volvió de Europa a instalarse en Nueva York no era el mismo. Regresó decidido a convertirse en periodista y contar historias fascinantes. Su mente era ágil y su entusiasmo, contagioso. Gracias a un amigo ingresó a The American Magazine, revista mensual donde colaborarían nombres como Agatha Christie, Scott Fitzgerald, Arthur Conan Doyle o H. G. Wells y que se publicaba desde 1906. Empezó como corrector mientras se mudaba al Greenwich Village, escribía poesía y tenía sus primeros contactos con artistas, activistas y escritores con quienes discutía lo visto en Europa y se mostraba en contra de la guerra. “Esta solo es una guerra de comerciantes. No es mi guerra y no me representa”, llegó a decir sobre el conflicto que se inició en 1914.

Siguió colaborando con diversos medios y, al poco tiempo, gracias a su innata preocupación por las problemáticas sociales de la época, ya se había convertido en corresponsal de The Masses, una revista cultural de contenido socialista y feminista.

Al poco tiempo apareció por casualidad en una huelga obrera en una fábrica de seda en Patterson, Nueva Jersey, para tratar de conversar con los trabajadores y entender mejor sus problemas, cuando la violencia de las autoridades y la represión, provocaron arrestos y caos. Reed mismo terminó preso por un tiempo breve. Este terminó siendo uno de los acontecimientos más relevantes del movimiento obrero estadounidense durante esa década y Reed lo reflejó en un artículo, “Guerra en Patterson”, y empezó a acercarse cada vez más a sindicatos y movimientos de izquierda. Esta era su más relevante experiencia periodística cuando le propusieron la comisión que cambiaría su destino profesional: viajaría a México, el país donde ya se agitaba una revolución cuando él recién egresaba de Harvard y se embarcaba rumbo a Europa por primera vez.

- General, ¿Cuál es la meta principal de la revolución?

- Pues la hambre. Hay que erradicarla. Que todos puedan gozar de sus derechos y vivir tranquilamente, digo. Para dedicarse a lo demás.

- ¿Y qué es lo demás?

- A trabajar, tener educación, a las leyes, a cumplirlas.

Si bien este diálogo se dio en el cine –en la película “México en llamas”, con Franco Nero como John Reed- entre el periodista y uno de los principales líderes de la revolución mexicana, sigue siendo una conversación probable y consecuente con la relación que tuvieron ambos desde que se conocieran a fines de 1913, cuando el estadounidense llegó como corresponsal de Metropolitan Magazine. Aunque fue necesario beberse una botella de tequila enterita para evitar que lo fusilaran bajo la sospecha de ser “espía gringo”, Pancho Villa hizo buenas migas con él cuando lo conoció. Pronto empezó a llamarlo “compadre” o Juanito Reed. Fueron los días de la decisiva Batalla de Torreón. Reed acompañó a los revolucionarios a pie, en tren, en carretas o en mulas por montes, valles, ranchos o poblados. Durmió, comió, bebió y tuvo hambre y sed con ellos. Esquivaron juntos las balas enemigas durante cuatro meses. Esto escribió entonces: “Villa era hijo de peones ignorantes. Nunca fue a la escuela. No tenía el más leve concepto de lo complejo de la civilización, y cuando, por último, volvió a ella, era un hombre maduro, de una sagacidad natural, que se encontraba en pleno siglo XX con la ingenua sencillez de un salvaje”. Reed lo llamó, además, “una especie de Robin Hood mexicano” que no bebía ni fumaba pero era un entusiasta bailarín. “Soy un guerrero, no un hombre de estado –le respondió Villa una de las veces que le preguntó si no quería ser presidente de México-. No soy lo bastante educado para ser presidente. Apenas aprendí a escribir y a leer hace dos años. ¿Cómo podría yo, que nunca fui a la escuela, esperar poder hablar con los embajadores extranjeros y con los caballeros cultos del Congreso? Sería una desgracia para México que un hombre inculto fuera su presidente”. Juanito Reed o “Amigazo Juan” era crítico, pero al mismo tiempo congeniaba con los ideales de la revolución y los de Villa mismo. Había observado el país desde el hambre de su gente, desde los ejércitos revolucionarios que seguían a pie las vías del tren rumbo a un próximo desafío, desde los andrajos de los desposeídos, en las inmensas tierras desiertas o salvajes o llenas de despojos de muertos, animales o cultivos que la guerra civil había dejado a su paso. Había visto México también en el bigote de Pancho Villa, que vibraba cada vez que hablaba del futuro. El célebre fotorreportero Otis A. Aultman llegó a fotografiar a Reed por aquellos días. A viva voz, el periodista criticó el intervencionismo de su país en aquel proceso político y social. Esta revolución parecía solo el preludio de lo que vendría en su vida y en el destino del mundo.

Pase usted a la izquierda

Cuando regresó de México ya estaba totalmente comprometido con la reivindicación de los derechos de los menos favorecidos. Lo que en sus años de Harvard era algo abstracto o una utopía, el tiempo al lado de Villa había aclarado. Curiosa paradoja: lo que las aulas no le enseñaron, se lo dio aquel “sencillo salvaje”. Pronto escribiría su testimonio personal sobre lo vivido, “México insurgente, la revolución de 1910”, que le dio prestigio gracias a su observación imparcial –no sesgada a favor de Estados Unidos, como usualmente hacía la mayoría de periodistas hasta entonces, sobre otros conflictos que los involucraban- y por reivindicar el derecho de los mexicanos a hacer su revolución sin que participen fuerzas exteriores. Reed tenía 27 años y la vida y el mundo por delante. El periodismo se consolidaba como un poder importante para el desarrollo y la concepción de la opinión pública. Para Reed no se trataba ya de elaborar el reporte más inmediato, sino también el más preciso y detallista, coloreado con su prosa sensible y observadora de elementos cotidianos y pequeños alrededor del hecho noticioso. Sus crónicas eran tan vívidas que permitían al lector oler la pólvora y el riesgo. Ya era periodista, escritor y poeta. El activista político que llevaba dentro pugnaba por surgir.

Entonces, le tocó irse destacado a Europa, para cubrir la Primera Guerra Mundial a la que tanto se oponía. “Nosotros, que somos socialistas, debemos esperar, incluso podemos esperar, que de este horror de derramamiento de sangre y terrible destrucción se produzcan cambios sociales de gran alcance, que sean un gran paso adelante hacia nuestro objetivo de la paz entre los hombres”, escribió entonces. Estuvo en Nápoles, Londres o París, desde donde acudió a la crucial Batalla del Marne. Volvió a Nueva York a publicar lo observado, pero regresó pronto. Salónica, Belgrado, Besarabia, Bulgaria, Bucarest, Kiev, Constantinopla o Galípoli fueron sus destinos. En Chelm, Polonia, fue acusado de espía, estuvo preso y casi es fusilado. “La guerra al este de Europa” sería el siguiente libro que publicaría al volver a casa, producto de estas experiencias.

Fue en estos años que se hizo amigo de destacados intelectuales de izquierda, como Emma Goldman, feminista y anarquista lituana, de origen judío, en algún momento conocida como “Emma la Roja” y catalogada por el FBI como “La mujer más peligrosa del mundo”, solo por sus ideas progresistas. Goldman se hizo gran amiga suya, al igual que Max Eastman, escritor, poeta y editor de The Masses; Louis C. Fraina, fundador del Partido Comunista Americano; Bill Haywood, fundador y líder del sindicato de Trabajadores Industriales del Mundo; o el poeta y dramaturgo Eugene O`Neill, más tarde ganador del Pulitzer y el Nobel de Literatura. Fue por ese tiempo también que se hizo más sólida su relación con la periodista Louise Bryant, quien sería su compañera hasta el final de su vida. Las autoridades norteamericanas comenzaron a perseguirlo por su oposición al conflicto en Europa y su conocido socialismo. Por esos días también, le fue extirpado un riñón.

Sin embargo, la revolución bolchevique de 1917 no podía esperar y Reed se dirigió hacia allá, acompañado por Bryant. El relato de su odisea para llegar a ella y no ser solo observador, sino parte, apoyando a los obreros rusos, llevándoles el mensaje de los trabajadores estadounidenses y estableciendo comparaciones con el caso mexicano es contado en la película Reds –dirigida y protagonizada por Warren Beatty, en 1981- una épica de más de 3 horas de duración que incluye también sus reuniones y entrevistas con Lenin o Trotsky, su regreso a América con el mensaje revolucionario y su vuelta casi clandestina a Rusia como delegado socialista, en días en los que la revolución empezaba ya a decepcionar a varios, a causa del hambre, la pobreza, la falta de derechos civiles, como la libertad de expresión, o la persecución emprendida contra opositores o antiguos aliados, a los que les esperaba la muerte. El mismo Reed fue obligado a permanecer en Rusia y utilizado como parte del aparato propagandístico del régimen. Habló en diversas ciudades rusas, llegó hasta Bakú, Azerbaiján, a orillas del Mar Caspio, para el Primer Congreso de los Pueblos de Oriente, pero notó que sus discursos eran mal traducidos a propósito, para tergiversar sus palabras y manipular a la población. Intentó escapar por las estepas rusas, hasta llegar a Finlandia prácticamente a pie, sobreponiéndose a solitarias tundras y montañas heladas, pero fue detenido y encarcelado. La promesa de paz, pan y tierra parecía rota. Algunos no tardarán en notar que cambiaron la tiranía del zarismo por la inexpugnable dictadura del comunismo. A pesar de su propia ideología, Reed incluía todas las voces en sus escritos. Y todas sus dudas. “Yo solo lucho por los derechos de cualquier trabajador o campesino, que merecen una vida digna”, había llegado a decirle Lenin. Él creía en lo mismo, pero ya no sabía si creerle a ellos. Nunca llegaría a saberlo, pero Stalin prohibiría más tarde la difusión de su libro más importante.

Gravemente enfermo de tifus, se reencontró con Louis Bryant en San Petersburgo. A estas alturas, ya había publicado su obra maestra, Diez días que estremecieron al mundo, crónica periodística indispensable para entender la Revolución de Octubre. Escribió casi 400 páginas en solo un mes, casi poseído por los hechos que acababa de presenciar como testigo en primera línea. Reed, a pesar de todo, pensaba que el mundo entero podría transformarse al mismo ritmo, y que todos los obreros del mundo se levantarían contra la opresión de los grandes capitales. Pero su salud no se lo permitió. En la cama de un hospital moscovita, su voz se apagó el 17 de octubre de 1920, solo 5 días antes de cumplir 33 años. A su lado, Louise Bryant veía cómo el hombre cuya vida parecía la historia misma en constante movimiento, quedaba exánime, en eterna inmovilidad.

El Kremlin es, probablemente, el edificio ruso más universalmente conocido. Además de ser la sede del gobierno, tiene un espacio utilizado como mausoleo. Yacen allí los restos de líderes políticos como Lenin y Stalin – a pesar de las masacres cometidas durante su régimen-, el cosmonauta Yuri Gagarin o el escritor Máximo Gorki. Y, aunque hay parte de las cenizas de Bill Haywood, allí está el cuerpo entero de un solo estadounidense, venerado como mártir del periodismo comprometido con las causas sociales: John Reed, el compadre Juanito. De haber sobrevivido, hubiera seguido siendo una presencia incómoda para el gobierno de su país, aunque también es muy posible que sus conflictos con algunos líderes rusos se hubieran agudizado o que hubiera sido enviado a un gulag por Stalin. Quizás hubiera terminado como Trostky, exiliado en México, o enfrentándose a la Caza de brujas de McCarthy, con algún premio Pulitzer bien merecido colocado en su repisa. O, ya anciano, apoyando al Movimiento por los derechos civiles de una América que parecía despertar o, cómo dudarlo, insistiendo en viajar a Cuba para narrar la Revolución de Fidel y el Che. Pero ya nada de esto pudieron ver sus ojos. Esos ojos que, clavados en una máquina de escribir, en libretas maltrechas o en hojas improvisadas, cambiaron con sus observaciones la historia del periodismo.

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