De pronto, un gigantesco retrato del narcotraficante Pablo Escobar aparecía en el punto más neurálgico de Madrid, la Puerta del Sol: “Oh, blanca Navidad”, decía. Si consideramos que meses antes de ese mismo 2016 su rostro había inundado las ciudades más importantes de España a bordo de carteles “Se busca”, el insólito saludo —que mezclaba la pureza sentimental de Nochebuena con la pérfida sustancia que encumbró al delincuente— detonó en la solicitud del gobierno de Colombia a la alcaldesa de la capital española para retirar semejante afrenta a la dignidad de su país.
Todo lo cual constituyó, por supuesto, la propaganda adicional que la serie “Narcos” buscaba. Es decir, esa clásica estratagema que mezcla doble sentido con provocación, cóctel largamente utilizado por Gucci, Benetton o D&G. Lo particular de este caso era el contrabando adicional de machismo y violencia que venía con la imagen. Al margen del profuso derrame de sangre, desvelaba también el ligerísimo peso de los personajes femeninos en una trama que las minimiza hasta lo accesorio. Y por lo que se vio hasta ahora, parece que la segunda temporada de “Narcos: México” también va por allí.
JALISCO, NO TE RAJES
Como se sabe, esta es una serie de ficción histórica narrada en inglés y dialogada en español que reconstruye sucesivamente los cárteles de Medellín –léase Pablo Escobar—, Cali y, desde su tercera temporada, el conglomerado criminal que puebla México a partir del protagónico de Diego Luna y Michael Peña. En las dos temporadas precedentes, Wagner Moura interpretó al capo colombiano rodeado de mujeres en tanto seres sexualmente potenciados hasta su reducción a meros objetos del deseo.
El plano secuencia que grafica la agonía de una prostituta después de haber sido salvajemente torturada y violada de manera múltiple, es paradigmático: la cámara prefiere emprender un viaje por la curvilínea geografía de su humanidad antes que alimentar el espesor dramático que semejante circunstancia debería convocar. Entonces el protagonista —ese paisa colombiano vulgar y agresivo— deviene en hombre todopoderoso cuyos 171 centímetros de estatura estarán cubiertos de oro, pero su corazón es de piedra. Un desalmado capaz de ordenar a sus sicarios que asesinen a su exmujer.
Entonces eso de “ser más macho que Jorge Negrete” deviene en el estereotipo perfecto de la identidad hispanoamericana: masculina, hegemónica, blanca, heterosexual, joven y terrateniente. Cosa que se incuba desde la primera infancia. Exactamente cuando los párvulos van a ser vacunados y tiemblan de terror ante la jeringa y el pinchazo. Entonces se escucha esa palabra, ‘macho’. Incubada durante la revolución mexicana (1910 – 1917), se hará popular después gracias a una narrativa de inspiración nacionalista con sede en Jalisco.
Tierra de centauros valientes y seductores, los charros alcanzarán un posicionamiento que desborda la novela y la pantalla. Su trascendencia ideológica, política y moral llega a niveles superlativos en correspondencia tanto con la procacidad de su lenguaje como con su capacidad de herir a la mujer. Octavio Paz dice que el ideal de la hombría mexicana consiste en nunca ‘rajarse’ (arrepentirse). “El ‘rajado’ es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad que cuenta los secretos y es incapaz de afrontar los peligros como debe. Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren, su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su ‘rajada’ herida que jamás cicatriza” (“El laberinto de la soledad”, 1950).
CRUELDAD SIN LÍMITES
Y en medio de tantos desalmados, la oaxaqueña Teresa Ruiz (1988) que en “Narcos: México 1” encarna a Sandra Ávila Beltrán (a) ‘La reina del Pacífico’, fundadora del cartel de Guadalajara. Blanco de un machismo feroz en la vida real que el guión recoge, la actriz terminó confesando: “Yo me peleaba con los escritores al principio, hasta que entendí que es mucho más importante conseguir provocar esa rabia en el espectador que idealizar un personaje. Esas escenas me molestaban tanto que había días que no le hablaba a Diego [Luna]. Yo también aprendí a través de los años a utilizar mi propio físico, mi sensualidad como mujer, pero sin querer entrar en esa dinámica machista”.
Al final, en la serie obviamente termina imponiéndose el estereotipo del macho, ese que en apariencia encarna el valor, la generosidad y el estoicismo y en lo sustancial solo cobardía y falsedad. Fuera de la pantalla, sigue siendo exigua la participación de la mujer mexicana en las ciencias, hay una gran brecha salarial entre hombres y mujeres, un reducido número de mujeres ocupan altos cargos en la política y la violencia de género aumenta: solo México DF acumula 231 feminicidios en los últimos cinco años. Y esto no es ficción, es la escalofriante realidad.