Netflix estrenó su live-action de “One Piece”, adaptación del manga más vendido de la historia, por encima incluso de “Dragon Ball”. Hollywood ha intentado llevar a la pantalla historietas y animes, casi siempre con resultados no malos, sino desastrosos. La nueva serie parece ser la excepción y aquí analizamos uno de sus logros.
Esta es la historia del adolescente Monkey D. Luffy (Iñaki Godoy), quien desea convertirse en el Rey de los Piratas. Luffy tiene poderes sobrehumanos desde que comió la fruta Gomu Gomu, que le otorgó la habilidad de estirarse como un chicle y que utiliza en combate. Lo acompañan nueve tripulantes, todos con alguna clase de habilidad sobrehumana o técnicas necesarias para sobrevivir en el mundo: el espadachín Zoro (Mackenyu), la navegante Nami (Emily Rudd), el cocinero Sanji (Taz Skylar) y el francotirador Usopp
El caso Kurahadol
El tercer episodio del live-action presenta a un mayordomo de cabello con gomina, el cuello de la camisa doblado como un rizo e, inexplicablemente, estampados dorados que simulan ser un par de cacas, una a cada lado del saco. Para colmo, se acomoda las gafas con la palma de la mano, no con los dedos. Cada uno de esos detalles es deliberado, una elección de estilo que complementa el arquetipo del mayordomo culpable, que planea y mata.
Pero el logro de la serie con Kurahadol (Alexander Maniatis) no es solo presentarlo como un bicho raro, sino cambiar el foco para resaltar su dimensión siniestra, de ser alguien que disfruta en jugar con sus presas, como si fuese un gato (él es Kuro de los Piratas Gato Negro). La escena donde acuchilla las paredes donde se esconden Kaya, Nami y Usopp termina por transformarlo al completo; pasar de ser ridículo a tenebroso en solo unos minutos. Incluso el cómo se acomoda los anteojos adquiere otra dimensión.
El manga que sirve de fuente a esta serie tiene personajes como Kurahadol, inusuales por su atuendo y forma física. Mientras un dibujante típico mantendría cierta consistencia en la creación de sus personajes, Eiichiro Oda (autor original) se esmera en hacer un individuo más único que el otro, algo que solo se ha incrementado conforme “One Piece” envejece (el manga original ya tiene 26 años), lo cual ya es su selo personal y en buena parte la razón de su éxito, aunque no necesariamente es del agrado de todos. En un mercado como el japonés, con un estilo tan marcado para sus historias, alguien como Oda destaca y no necesariamente para bien. Y lo mismo ocurre con el live-action.
Esto solo es el principio
Por su inherente ridiculez, “One Piece” de Netflix no gustará a todo el mundo. Pero la producción ha decidido no temerle a lo raro y Kurahadol es un ejemplo pequeño, así como Merry, el abogado con lana en lugar de cabello. Ambos hacen las veces de una puerta de entrada a diseños futuros en caso la serie tenga más temporadas, acostumbran al espectador a lo extraño que no necesariamente es bobo, pero también a lo bobo que es solamente eso (como las cacas antes mencionadas).
Pero el lado visual no es siquiera lo más freak de “One Piece”, un mundo donde conviven embarcaciones del siglo XV con robots, clones, teléfonos (que en realidad son caracoles), ropa contemporánea, civilizaciones ermitañas y monarquías. Que estos conceptos compartan el mismo mundo habla de la maleabilidad de la historieta como medio (el papel aguanta todo) y también representa un reto para Netflix, cuyo trabajo recién empieza. Porque ser raro es cosa seria.
Puedes ver los ocho episodios del live-actiond e “One Piece” en Netflix.
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