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machu picchu
Redacción EC

Por: Sebastián Montalva, La Nación/ GDA.

Escuché hablar de esta ruta hace trece años. Entrevistado por El Mercurio, un destacado guía peruano que había recorrido los Andes por años hablaba de esa caminata como "la" gran aventura que podía vivirse si uno quería llegar a Machu Picchu por una ruta diferente y desconocida.

Cuatro años antes había hecho el clásico Camino del Inca hasta la ciudadela de piedra, una marcha de cuatro días que, si bien ya era conocida, todavía no estaba tan llena de gente como ahora, donde incluso hay que reservar con varios meses de anticipación para tener un cupo.

Fue una experiencia memorable: nunca he olvidado la dura subida del tercer día de trekking, que me obligó a ir gateando en algunos tramos, ni la tormenta que nos atacó en la última jornada, justo cuando llegábamos a Machu Picchu. Tampoco he olvidado a los gringos que iban con nosotros, alejados hacía mucho de cualquier ducha y con un notable desprecio por la comida que les servían los guías. This soup tastes like shit!, les decían en la cara.

Cuando supe que iría nuevamente a Machu Picchu, ahora por trabajo -debía escribir una nota- y por una ruta nueva, que pasaba primero por Choquequirao, una enorme ciudadela inca situada a 3050 metros de altura sobre el valle del río Apurímac y que recién se estaba abriendo al turismo, pensé que el esfuerzo sería similar.

En el Camino Inca tradicional había visto cómo gente con mucho menos estado físico que yo lograba llegar al final, por más horas extras que eso les demandara. O sea, si decían que la nueva ruta, conocida como Choquequirao-Machu Picchu Trek, era más dura y en vez de cuatro días a pie requeriría nueve, no me preocupé. Estaba bien: podía sufrir un poco, pero igual llegaría al final. Aunque fuese algo más tarde que el resto cada día.

¿Qué tan distinto podía ser?

Lo fue. Tan distinto y tan duro que, cuando terminé la caminata, después de esos nueve días a pie, con jornadas de hasta 10 horas que comenzaban a 1500 metros de altura, para luego subir hasta 3000 o 4000 metros y bajar otra vez a los 1500, me convencí de que nunca la repetiría.

Okey: había sido una experiencia notable, había visto paisajes espectaculares, pero la fatiga y el sufrimiento en ciertos tramos habían sido tan intensos que, poniendo todo en la balanza, elegiría quedarme con el recuerdo.

Aunque puede sonar cliché, una aventura como ésta realmente deja escenas y personas que, aunque pasen los años, difícilmente se olvidan. Si tengo que ordenarlos, desde que partimos una mañana en bus -hablo en plural, porque iba en un grupo- desde la ciudad de Cusco hasta Curahuasi, un pueblito rural con escaleras de piedra a 2500 metros de altura, donde pasaríamos una primera noche de aclimatación, mi recuerdo está precisamente ahí: fue la primera vez que comí cuy. El dueño de casa esperaba con un plato de fideos, acompañados con este típico roedor de los Andes asado.

Era un plato común, así que había que ponerse a tono. Por alguna razón, además, ese día estábamos especialmente hambrientos y todo resultó muy, muy bueno.

El trekking mismo comenzó en el pueblo de Cachora, a 3100 metros, hasta donde llegamos en camión. Ahí nos equipamos, nos pusimos las mochilas -no eran tan pesadas: solo cargábamos nuestros equipos personales, ya que la comida y las carpas las llevaban un par de porteadores en burro- y partimos. El día era radiante; los campos estaban verdes y florecidos, y la ruta, en la primera parte, era plana y agradable. Pero pronto comenzaron las dificultades: vino una fuerte bajada en zigzag -la primera de muchas-, que comenzó a martillar las rodillas y los tobillos y, lo más molesto, las primeras picadas de mosquitos.

Lucharíamos contra miles de ellos durante los ocho siguientes días: nuestros brazos y piernas lo evidenciarían con todo tipo de picaduras, algunas rojas y solitarias, otras preocupantemente acumuladas, con forma de chichón.

De Cachora fuimos a Chikiska, donde recuerdo que encontramos una precaria ducha fría y una letrina descuidada, que dejamos atrás sin nostalgia. Al día siguiente continuamos hasta Choquequirao, lo que implicaba subir una empinada montaña durante tres horas, desde 1750 hasta 3050 metros.

Era apenas el segundo día y ya estaba damnificado. Tanto que hubo tramos en que tuve que subir a una de las mulas de apoyo.

La visita a la enorme y desconocida Choquequirao, una ciudadela inca construida se estima hacia 1533 como centro ceremonial, a la cual los conquistadores españoles tampoco habían llegado y que fue "descubierta" en 1909 por el explorador inglés Hiram Bingham (dos años antes que Machu Picchu), compensó con creces el sufrimiento.

A esa altura, ya había recurrido a varios paracetamoles e ibuprofenos para aliviar los dolores musculares, pero estos continuarían: quedaban siete días de caminata, que serían aún más duros.

Resulta que a partir de Choquequirao la ruta se vuelve más compleja, ya que los senderos están menos marcados. Casi nadie prosigue más allá: hasta hoy, la mayoría de las agencias en Cusco venden la ruta solo a Choquequirao, ida y vuelta. Pero nosotros seguiríamos hasta Machu Picchu caminando. A eso habíamos venido.

Después de recorrer esta ciudadela, bajamos nuevamente a 1600 metros para acampar a orillas del heladísimo río Blanco. Al cuarto día llegamos a Maizal, ubicado a 2800 metros, donde dormimos en la casa de madera de un poblador llamado Froilán y fuimos testigos de una impresionante tormenta eléctrica en las alturas.

Punto de no retorno

El día siguiente alcanzamos el punto más alto del recorrido: los 4300 metros del paso Yanama, donde la vista era soberbia... y el frío, insoportable. Y luego bajamos al pueblo de Yanama, a 3800, donde había una especie de cancha de fútbol ladeada -estaba en plena montaña-, donde unos niños jugaban a la pelota con chalas.

Aparte de la cancha ladeada, tengo dos recuerdos imborrables de Yanama. El primero: cómo se veía la Vía Láctea de noche. El segundo: la puntada infernal que sentí en el estómago -quizás debido a la mezcla de altura, remedios y sopas acumuladas-, que me obligó a salir corriendo de la carpa, sin luz alguna y con un fuerte viento helado que congelaba los huesos.

Yanama era el punto de no retorno. Si hubiésemos querido renunciar y mandar todo al diablo, era más conveniente seguir avanzando en lugar de volver. Así que continuamos.

Esta vez, en descenso, durante siete horas, en camino hacia Totora, otro caserío a 3300 metros, que era algo más "moderno": al menos tenía una posta. Lo que venía luego era la parte más selvática del recorrido, con el objetivo de llegar a otro caserío de nombre atractivo: Playa. Aunque era solo un nombre. Lo mejor de ese tramo, que tenía 28 kilómetros mucho más planos, es que en la mitad estaban las escondidas termas de Colpapampa, unos pozones de agua caliente,donde nos dimos el mejor baño de nuestras vidas (mejor aún porque llevábamos, a esas alturas, una semana sin saber lo que eso significaba).

Playa fue prácticamente el final de la aventura. Desde allí solo quedaba llegar hasta Aguas Calientes, el pueblo que está justo debajo de Machu Picchu.

Hay gente que hoy hace ese tramo caminando, pero nosotros subimos a un destartalado camión que nos dejó en el río Santa Teresa, que cruzamos en un carrito colgante, como lo hacía la gente local. Al otro lado, arrastramos todo el equipo -mochilas, bolsas, carpas- hasta la estación de trenes, donde tomamos el ferrocarril que nos dejó finalmente en Aguas Calientes.

Esa noche, la última antes de subir a Machu Picchu, ya estábamos de vuelta en la civilización, con todo lo que eso significaba. El sencillo hostal donde dormimos se sintió como un cinco estrellas: tenía camas con colchón blando, frazadas y, lo mejor, ducha con agua caliente. Estuve casi una hora -o así se sintió- bajo el chorro de agua. Claramente, en ese momento no importaba ni la ecología ni la escasez de agua en el mundo. Había que darse un premio después de tantos días de suciedad y penurias.

Cuando finalmente subimos, a la mañana siguiente, en bus a Machu Picchu, nos tocó un día esplendoroso. Como me sentía fuerte y descansado, incluso trepé la cima del Huayna Picchu, el cerrito verde más alto y característico de este lugar. Desde allá arriba dominaba todo el valle de Vilcabamba y me sentía como Gabriel Parra, el legendario baterista de Los Jaivas, saltando entre las piedras con los brazos abiertos. Hubiera deseado tener la misma máscara de diablo que él usaba en el concierto-documental Alturas de Machu Picchu, pero claramente era imposible. Lo que sí estaba ya en mi cabeza - y permanece hoy- era el recuerdo de esa larga y compleja ruta que difícilmente repetiría, pero que cuento entre las mejores aventuras de mi vida.

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