Lizzy Cantú: "Mujer al volante"
Lizzy Cantú: "Mujer al volante"
Redacción EC

Lizzy Cantú

Reflexiones de una conductora que recorre por primera vez Lima detrás del volante. Uno. Los peatones más valientes y considerados hacen contacto visual con el conductor, obligándonos a ser más corteses. Los conductores corteses, a su vez, esperan su turno en una intersección si no tienen preferencia, se detienen siempre antes de un paso de cebra (jamás sobre él) y no tocan el claxon a menos que sea estrictamente necesario. Dos. Cualquier político municipal con ambiciones presidenciales y un poco de inteligencia entendería que poner orden al caos vial le aseguraría millones de fieles simpatizantes. Tres: después de cinco días atrapada en una cápsula del tiempo escuchando una y otra vez los mismos 32 éxitos de alguna época dorada y, empiezas a escuchar los programas más estridentes y lisurientos y, si te descuidas, empiezas a encontrarlos graciosos. Te asusta tanto que decides que de vez en cuando es mejor apagar la radio. Y cuando lo haces, prestas más atención a   la app que evita que te pierdas al conducir. Cuatro: ¿Dónde estarías sin el bendito Waze? Perdida y desorientada en calles de distritos desconocidos. Atrapada en peores embotellamientos que de costumbre. Sin una idea clara de cuánto tiempo más vas a demorar en llegar a dictar tu curso de siete de la mañana. Y un poco más sola. Porque de algún modo, una semana después de abandonar tu condición de peatona, has empezado a sonreír cada vez que escuchas una vocecilla pícaraque te pide con urgencia que te ‘apegues’ a la izquierda. Que te advierte, como un hermano achorado y protector que más adelante hay un policía. Una voz familiar que te guía, te informa, te aconseja, te insiste. Para que no te tardes, para que no pierdas la ruta, para que llegues a donde tú querías. Y entonces, en algún trayecto empiezas a pensar en esas otras voces que escuchas cuando estás sola (y no estás loca). La voz de tu abuela, que te reprocha por haber salido de casa sin pintarte los labios. La voz de tu papá, que se pregunta por qué no has llamado. La voz de tu conciencia. Conducir, por mucho o poco que contamine, es como en una película gringa: el placer de estar a solas con tus pensamientos, para repasar mentalmente la lista de pendientes, para no tener que hablar más que contigo misma, para cantar a voz en cuello esa canción de Pandora que creías haber olvidado. Para librarte de mirar una y otra vez la pantalla del maldito celular. Hasta que esa voz te grita y te dice: «¡Oe, causa!» y recuerdas que no estás recorriendo una carretera en Texas sino que estás perdiendo media vida en la vía –qué ironía–expresa.

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