Desde que supe que estaba embarazada he oído y leído frases como estas: «Tener un hijo te cambia la vida»; «Ufff…ahora vas a saber lo que es no dormir»; «Ahora somos tres». Todas son verdades y, al mismo tiempo, ninguna encierra el impacto más importante que tuvo la llegada de un hijo a nuestra vida: dejamos de ser pareja para convertirnos en familia.
Como cualquier pareja, empezamos fascinados y felices de estar juntos: extrañarnos cuando no nos veíamos, disfrutarnos cuando nos reuníamos, reírnos, compartir pensamientos, sentimientos, aficiones y silencios. Esperarnos el uno al otro cuando el trabajo, la familia o los amigos requerían nuestra atención. Luego, reencontrarnos cada día, compartir lo cotidiano, lo intrascendente, lo importante y lo especial, preparar juntos algo para comer y, si no había nada en la refrigeradora, pedir pizza.
Al salir embarazada mi esposo y yo supimos que no seríamos nunca más dos. Que nuestra vida cambiaría. Que ahora seríamos tres y que salvo algunas excepciones, casi todos nuestros planes y decisiones incluirían a nuestra hija. Y estábamos felices y preparados para eso.
Pero algo nos agarró desprevenidos después del parto: no nos convertimos en tres, sino que ahora éramos seis. Nosotros dos, nuestra hija, algún familiar siempre presente (abuela, abuelo, tía, tío), la señora que ayuda a mantener la casa en orden –ahora la necesitábamos más a menudo– y como soy una mamá que trabaja, la niñera. De pronto el pequeño departamento para dos en el que sí cabíamos tres, era insuficiente. Porque albergar a seis personas en ese espacio reducido resultaba limitante y asfixiante.
Nos mudamos, por supuesto. No había alternativa. Un departamento más grande era en definitiva urgente. Lo buscamos con cierta desesperación y cuando lo encontramos no tardamos ni un mes en instalarnos en la nueva casa. Creímos que era lo que necesitábamos para volver a la normalidad y recuperar privacidad y espacio para los dos.
Pero no sucedió. Aunque de alguna manera sabíamos que sería difícil, fue complicado acomodarnos a la idea de que ya no éramos solo una pareja disfrutando, acompañándonos, compartiendo, mirándonos a la cara o, simplemente, concentrados cada uno en sí mismo. Ya no sucedería que, cuando no conversáramos, la casa se quedara callada. Qué lejos quedarían los días cuando no importaba si andábamos en ropa interior por la sala o si nos provocaba beber yogur del pico de la botella. Como cuando nuestra vida era para nosotros solos sin preocuparnos por nadie más, dedicándonos solo a la complicidad, al uno al otro, al amor. Que ya no sería tan sencillo que después de todos los pendientes académicos y laborales, –si nos daba la gana– nos dedicáramos a usar nuestro tiempo exclusivamente para nosotros. Todo eso había quedado atrás. Ahora éramos un montón de gente viviendo en una casa de familia.
Hemos construido un hogar donde entra y sale gente, donde cada día se prepara almuerzo para tres o cuatro personas, por lo menos. Y los abuelos que vienen de lejos a veces se quedan por algunas semanas viviendo con nosotros. Nos convertimos en un hogar como aquel en el que cada uno creció. Donde a veces el agua caliente para ducharnos se termina antes de que llegue nuestro turno. A veces somos varios los que elegimos qué película o programa ver en televisión. Varios los que cocinamos, compartimos y departimos la cena.
Convertirnos en una familia no fue sumar uno a la pareja. Fue una transformación profunda, desafiante e intensa. Y aunque no fue suave, se dio. Pasamos de hijos a padres. De ser sostenidos a ser los que sostienen. Abrimos la casa a más personas, a su cariño, su generosidad y su bulla. Recordamos con un poco de nostalgia la época en la que éramos solo dos. Pero la alegría que nos trae nuestra hija no tiene precio. Y la forma en que nos conecta con los demás nos conmueve y nos mueve a abrir a otros la puerta de nuestra casa y nuestra vida. Nos encanta lo que construimos, nos llena de felicidad, y nos impulsa a seguir en esta aventura loca en la que el amor hace que nos multipliquemos.