Todos los días somos testigos del espantoso tráfico de Lima. Lo hemos comentado hasta el cansancio porque nos agota, nos estresa, nos asusta y nos preocupa. Y, aunque a las autoridades les corresponde regularlo con medidas que ya quedaron claras para muchos -reglas y policías más eficientes, disminución del uso de autos particulares, aumento del transporte público-, creo que conviene preguntarnos de qué manera contribuimos con este desastre.
Un amigo extranjero me comentaba hace poco lo pegaditos que andamos en esta ciudad, y cómo eso hace que todo en realidad suceda más lento. Le llamaba la atención cómo en las colas de los bancos o del supermercado, pero sobre todo en el tráfico, el primer impulso de todos es pegarse al de adelante. No dejar ni un huequito libre, sino acercarnos unos a otros hasta casi respirarnos en la nuca. ¿Por qué hacemos eso? ¿Nos hará sentir que estamos más cerca de la llegada? ¿Andamos a la defensiva de que alguien se nos cuele y nos atrase? ¿No lo hacemos a veces nosotros mismos?
Hora punta y todo es peor que nunca: no solo porque hay más carros y eso nos demora, sino porque la desesperación nos inunda. Y de pronto ya no solo nos apretamos todos y buscamos un espacio por el cual pasar, sino que comenzamos a hacer pequeñas robaditas que casi no están mal, pero sí: acelerar en ámbar, apretarnos en una fila donde la maletera de nuestro auto ya obstaculiza el tráfico del cruce, crear un tercer carril donde deberían ir dos y, por Dios, comenzar a tocar el claxon.
El uso del claxon es lo más absurdo y triste de esta ciudad. Queremos que el carro de adelante aproveche ese espacio estrecho que quedó libre para cruzar y tocamos el claxon para presionarlo, aunque su semáforo esté en rojo. ¿Nunca han estado esperando el verde para cruzar y tienen que soportar a alguien de atrás que indignado quiere que nos apuremos y faltemos a la norma? O un auto nos cierra y tocamos el claxon fuerte y largo mostrando nuestro fastidio. Y como estas, decenas de escenas diarias en donde el claxon es en realidad solo nuestra forma de renegar, una bulliciosa protesta.
Pero el bocinazo es el reflejo de una frustración estéril. Eso es lo más patético. ¿Suelen ustedes reaccionar bien ante un claxon que suena con furia? Es poco común hacerlo. Cuando nosotros lo hagamos, el otro también se mostrará indiferente: el claxon hiere el orgullo y desvanece la consideración. Y a menos que estemos conscientes y claramente en falta –no es lo más común-, el tráfico de Lima termina siendo una sinfonía desafinada de cláxones, como si se tratara de un grupo de bebés llorones a quienes sus padres no les hacen caso. Es una suma de pataletas que no consigue nada más que alimentar la contaminación sonora, y la amargura con la que llegaremos a casa después de renegar por largo rato preguntándonos a dónde nos deberíamos mudar para nunca más tener que lidiar con esa horrorosa neura de nuestra sociedad.
Hay distritos donde el claxon está prohibido, salvo en casos de emergencia. Pero esa norma parece no surtir ningún efecto. Nadie la respeta y eso casi nunca se sanciona. Los limeños nos hemos atribuido la potestad de renegar a voz en cuello (o tocar el claxon, que es lo mismo) como si se tratara de un derecho, donde nos importa un pepino si eso afecta a las demás personas. ¿Por qué será? ¿Tan poco nos importan los demás? ¿Somos más egoístas de lo que suponemos?
Salvo raras excepciones -donde es útil para prevenir por ejemplo a un transeúnte que no ha advertido nuestra presencia-, el ruido del claxon es contaminante, estresante, ofensivo y agresivo. Y lo más triste es que es inútil. A quien lo toca no se le cumplirá jamás la fantasía de que todos se abran a su paso. ¿Podemos dejar de usarlo, por favor, e intentar fabricar un poco más de tranquilidad en esta saturada ciudad? Como decía un profesor de la universidad ¿Si no yo, quién? ¿Si no ahora, cuándo?