Natalia Parodi: "Entenderás a tu madre cuando tengas hijos"
Natalia Parodi: "Entenderás a tu madre cuando tengas hijos"
Redacción EC

Despertarme cada dos horas para darle de lactar. Cambiarle de pañal. Arrullarla. Murmurar suavemente canciones de cuna o inventarme algún rum rum que la adormezca. Susurrarle palabras de amor. Acostarla. Revisar su respiración. Dormir un ratito pero no mucho – siempre hay que despertar de nuevo y pronto– luego pasear y cargarla hasta que se entregue al sueño. Todo para darle tranquilidad. Así transcurren mis noches de madre primeriza.

El día comienza muy temprano (aunque en realidad pareciera que es la noche que continúa, solo que con luz solar y ojeras). A menudo mi hija se despierta a las cinco de la mañana. Otras veces lo hace a las seis. Rara vez a las siete. Abre sus ojos curiosos y no da tregua hasta las ocho o nueve, cuando comienza una serie de pequeñas siestas que duran todo el día. Sus siestas son suficientemente largas para que ella descanse pero muy cortas como para que yo duerma. No importa: su olorcito y sus ruiditos deliciosos hacen que todo valga la pena. Hasta que vuelve a ser la hora otra vez de alimentar, pasear, sacar el chanchito. Nuevo cambio de pañal. Lactar. Jugar. Todo de nuevo hasta la noche.

Más de una vez al día, la siesta no ocurre en su cuna sino sobre mi pecho. Yo la sostengo feliz sin importarme que se ‘acostumbre a los brazos’. Nada de malo hay en necesitar a su mamá y yo a ella. Llora poco. Es una bebe feliz. A lo largo del día observo, descubro y aprendo el lenguaje de sus sonidos, sus gestos, sus movimientos, sus llantos. Cada semana alguna novedad me sorprende y alegra. Un día típico en la vida de algunas mamás, supongo.

Pero vivirlo me hace entenderlo desde la entraña. «Te pueden contar a qué sabe el chocolate, pero no lo entenderás hasta que lo pruebes», era una frase que solía usar para referirme al aprendizaje teórico a diferencia de la experiencia. ¡Cuán cierto es! Cuánto recuerdo ahora aquellas escenas de mi yo adolescente: «Mamá, que mis amigos no te vean». «¿Por qué hablas tan fuerte?». «¿Por qué no me das permiso?». Tantas de las cosas que le decía a mi mamá eran críticas y quejas que no lograban –ni procuraban un ápice de empatía con ella.

No es fácil ponerse en el lugar de la madre. Para mí tampoco lo fue, hasta que tener una hija me hizo verla con otros ojos. Revisar quién es ella para mí. Fantasear con la chica que fue cuando recién me tuvo. De pronto me conmueve, me enternece y me nace el deseo intenso de decirle «¡Eres lo máximo! ¡Cuánto has hecho y no tenía ni la menor idea! ¡Gracias, gracias, gracias! Te quiero».

Ver la ternura con la que mi mamá mira y atiende a mi hija me devuelve la hermosa imagen de ella cuidándome a mí. Canta, baila, inventa sonidos y pasitos buscando conectarse con su nieta. Nuestras discrepancias y roces adolescentes pasan al olvido. Y veo lo que antes no veía: las horas dedicadas, los sentidos puestos en mí, la mente dispuesta a dar lo mejor. La falta de descanso, el disfrute de estar juntas, el empeño de hacerme feliz.

Hemos cerrado un círculo. Me convertí en madre. Ella en abuela. Mi abuela en bisabuela. Mi abuela cuidaba a su madre y también ayudaba conmigo cuando fui pequeña. Ahora mi madre me ayuda con mi hija y cuida a mi abuela. Nos vamos dando la posta. Y de pronto lo entiendo. No es una obligación. Es la oportunidad de devolver tanto cariño y entrega. Gracias, mamá.

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