Mariella tenía quizá 17 años cuando la conocí en la clase de la academia. La había tratado poco y más allá de un cortés «hola» o «chau», no habíamos conversado mucho. Era alegre y amable, además de muy buena alumna. Usaba tacos y en esa época pocas chicas lo hacían. Se pintaba a veces la boca roja y delineaba sus ojos de negro. Era una adolescente sexy y vital.
Algunos de aquel grupo ingresamos a la universidad –entre ellos Mariella y yo–, todos con grandes sueños profesionales. Yo postulaba a la facultad de Psicología, creo que ella a la de Derecho, algunos a Ciencias Sociales y otros más audaces a la entonces nueva facultad de Ciencias y
Artes de la Comunicación. A Mariella le fui perdiendo el rastro. No habíamos entablado un lazo importante y en las horas libres la encontraba cada vez menos. Con el paso de los meses, nuestros caminos no se cruzaron más.
Un tiempito después llegó a mis manos una publicación hecha por estudiantes llamada Vórtice. Era divertida, llena de color, con una carátula potente y cargada de escritos de jóvenes universitarios que se las habían ingeniado para publicar su arte. La abrí curiosa y disfruté mucho de esa chispa creativa y espontánea que transmitían sus autores. De pronto descubrí un poema intenso, profundo y apasionado, con imágenes hermosas, sensoriales y sensibles. Se llamaba «Jamás el silencio» y al leerlo se me puso la piel de gallina. Grande fue mi sorpresa al ver que la autora era aquella chica de la academia, conversadora y coqueta, quien de pronto traslucía un lado melancólico, onírico y conmovedor.
Diez años después, un día fui al teatro y de casualidad me encontré con ella. Le mencioné su poema y se desconcertó dulcemente de que yo lo tuviera tan presente. Le pregunté si había seguido escribiendo y me contó que ya no tanto. Que entre el trabajo y un negocio que la absorbía mucho, había ido postergando su afición por la escritura. Yo le dije que ese poema de su adolescencia me era muy especial y la animé a volver a la poesía. Vi emoción en sus ojos tímidos. Luego nos despedimos y desde ahí no la volví a ver.
Creo que a todos nos pasa como a Mariella, de una u otra manera, algunas pasiones del pasado se van quedando atrás. Yo de chica dibujaba horas, alucinando ser pintora cuando fuera grande; mi mejor amiga dirigía a sus primitas y creaba obras de teatro o shows de títeres o de modelaje; y tengo amigos que en la adolescencia tocaban con entusiasmo guitarra, piano o batería. Pero hoy ninguno parece tener tiempo para esas aficiones.
De niños somos juguetones y creativos y lo hacemos sin juzgarnos. Cogemos un palito e inmediatamente se convierte en espada. Un trapo y se convierte en capa. Unas palmadas en ritmo musical, un helado en micrófono, una lámpara en un escenario, una rima en una canción, y un «había una vez…» de pronto da pie a inventar un cuento. La imaginación está a flor de piel y la capacidad de disfrutarla, también.
Pero en la vida adulta nos comen las obligaciones, las cuentas, el trabajo, las cosas ‘serias’. El mundo de la imaginación nos parece infantil o innecesario. Ya no jugamos igual. Entonces vamos al cine, al teatro, a galerías y conciertos, y disfrutamos del arte de otros. Poco a poco nos hemos ido ‘sentando’, convirtiéndonos en audiencia. Pero aun así disfrutamos del arte, porque ese bichito permanece en nuestro ser.
Es que el arte nutre y refresca, y nos ayuda a salirnos del molde en el que tendemos a meternos. Porque a través de distintos sentidos y formas se conecta con nuestra sensibilidad. Y tiene el poder de sorprendernos. Por eso nos haría bien mantener o explorar alguna actividad artística.
No sé si la gente que rodea a Mariella conoce su fina sensibilidad. Pero ojalá siga escribiendo y que no lo esconda bajo la almohada, sino que se atreva a inspirar a otros que tienden a olvidarse de ese artista que, como a ella –y como a todos, aunque creamos que no–, también nos habita.