Silvana, Rosa y Bárbara llevan años sin ver muchas amigas. Entran y salen de su casa solo para hacer compras o trabajar. El resto del tiempo están ocupadas con asuntos domésticos, familiares o del trabajo. No saben cómo ocurrió, pero el tiempo pasó y sin darse cuenta, ya van años sin salir.
Hagamos zoom en la vida de ellas. ¿Qué hacen en la casa? Silvana resuelve geniogramas mientras su esposo -ya jubilado- hace zapping con el control remoto durante horas. Cuando él se va a hacer siesta o sale un rato, ella tiene también una lista de programas de televisión que ve todos los días.
Rosa atiende a su mamá, que es bastante mayor, y a sus hijos. Además, se hace cargo de la casa, de la ropa y prepara la comida para todo el mundo. A sus hijos casi no los ve porque ellos salen muy temprano y vuelven muy tarde. Y Bárbara, que vive sola y labora en su propia casa, pasa horas frente a su computadora y cuando tiene tiempo libre, lo ocupa revisando redes sociales y noticias sobre lo que sucede en el mundo.
¿Pero qué ocurre en el mundo de ellas? Ninguna de las tres se siente feliz. Hace tiempo que entraron en una rutina. Hace años que no se preguntan qué les provoca. Hace meses que no encuentran motivo para ponerse bonitas y salir a la calle con ilusión. Hace tantos años que no tienen vida social, que las amigas son lejanos recuerdos. ¿Qué pasó?
Años atrás Silvana había atravesado una depresión que le quitó las ganas de ver gente, y se abandonaba en su cuarto con las cortinas cerradas, a comer y a dormir. Cuando se dio cuenta de sus ojeras y de que su obesidad había alcanzado niveles que atentaban contra su salud, ya había pasado varios años sin salir. Solo se sintió peor y se encerró aun más.
Rosa perdió a su esposo y se dedicó por completo a cuidar de sus otros seres queridos, aterrada de la posibilidad de perder a alguno de ellos. Al comienzo sus amigas la buscaban para salir, pero con el tiempo se dieron por vencidas.
Y Bárbara siempre tuvo dificultad para entablar vínculos. Le costaba mucho conectar con los demás: abrirse, compartir o acoger a los que se le acercaban. Más cómodo le resultaba siempre quedarse en su casa, en piyama, viviendo a su modo y sin la angustia de tener que relacionarse con nadie. Sin embargo todas, aunque no se lo dijeran a nadie, en privado lamentaban su aislamiento. Añoraban compartir con amigas, salir a darse un gusto, contar sus sentimientos, que otros confiaran en ellas. Sentirse extrañadas, vivas. Curiosear, tomar un té, reírse de sonseras. Sentirse miradas, acogidas, abrazadas.
El aislamiento es triste, doloroso y en exceso daña. Los que lo viven se recluyen y se van desconectando de lo que ocurre afuera. A veces, incluso, no ven a sus hermanos o hijos en años. Se sienten abandonados y la depresión hace que no tengan energía para modificar su realidad. Se resignan pensando que no hay alternativa.
Por suerte eso no es verdad. Cuesta esfuerzo pero se puede. Si les ocurre o conocen a alguien a quien le ocurra esto, recuérdenle que hay un mundo aquí afuera. Son pequeños pasos los que se necesitan para comenzar a recuperar la conexión con la vida. Todo empieza con planes simples. Como hacer una llamada. Salir a caminar, tomar un helado, té, ir al cine, al teatro, charlas de interés. Acudir a grupos donde se reúnan otras personas. Algún taller, terapia grupal, cursos que les interesen. Un pequeño esfuerzo por desarrollar curiosidad hacia lo desconocido. Y poco a poco buscar a otros como ellos, con ganas de encontrar también una mano amiga, dispuesta a disfrutar contigo.