Andrea cumplirá treinta y ocho años en unos meses. Es guapa, talentosa, soltera y, dato adicional, no tiene hijos. Hace unos días nos encontramos de pasadita a orillas del mar. Ella caminaba en bikini hacia la playa contigua. Había quedado con unas amigas en tomar unos vinos previos al almuerzo.
Yo también estaba en traje de dos piezas, aunque a diferencia de ella, tenía que sumir la panza cada vez que me agachaba a recoger agua en un balde para llenar la piscina de arena que Fabio había hecho. Chorreaba de sudor y mataba por un helado, pero la dieta me impedía comprarlo. Para mí, la hora del almuerzo era aún incierta: estaba en medio de una negociación con mi hijo: luego del huequito, nos vamos. Felizmente apareció Andrea, porque estaba a punto de pecar apenas asomara el siguiente hombrecito de amarillo.
Ella se estaba quedando en casa de una de sus hermanas. Yo estaba en la casa de un amigo con tres parejas más, y los hijos de todos. Era un alboroto total. Me contó que estaba feliz de disfrutar unos días con su sobrino favorito. Es la mayor de cuatro mujeres, todas casadas y con hijos, dos de ellas embarazadas por segunda vez.
Entonces se me salió un horrible, espantoso, impertinente e inesperado: «¿Y tú para cuándo?».
Lo escribo días después y todavía no lo creo. La pregunta que tanto odié desde que cumplí treinta años hasta que salí embarazada. El relato de Andrea fue perdiendo ritmo y su euforia previa se transformó en reflexión. Me di cuenta de la tontera que había dicho y no supe cómo arreglarla. Peor aun cuando me recordó que hacía unos años era ella la que se moría por tener un hijo con su novio, y yo me resistía a la idea de ser madre: «Cómo da vueltas la vida ¿no?». Me sentí miserable.
Comenzó a explicar por qué terminó con su última pareja hacía dos años. Me dijo que desde entonces no se enganchaba con nadie. Que estaba harta de que sus amigas le armaran citas a ciegas que terminaban siendo un fiasco. Que a menudo había intentado iniciar algo con alguien, pero que a la segunda salida lo descartaba. Que no quería estresarse por la edad y la maternidad. Que creía que lo más importante era estar en paz y que era la primera vez que se sentía bien consigo misma.
Por supuesto que eso es lo único que interesa. La que estuvo mal fui yo. No sé por qué lo hice. Tal vez estaba un poco distraída porque tenía la mitad del cerebro atenta a los movimientos de mi hijo. O será que lo que quise saber es cuántas veces le habían hecho esa pregunta, pero no completé la frase. Quizá fue una envidia subconsciente que me obligó a fastidiarle un poco su relajada tarde. Me asusté de mí misma.
No dejes nunca que la gente invada tu privacidad, menos aun una casi desconocida. Lo peor que se puede hacer es buscar pareja como si se tratara de un vestido o tener un hijo con cualquiera porque “todas” tienen hijos.
Lo que me merecía era recibir una respuesta malcriadona de Andrea, así como las que yo daba cada vez que me decían que se me estaba pasando el tren: «Ay, qué flojera me da verte tan cansada y con ojeras» o «¿has pensado en cambiar de nutricionista?» o «no cambiaría por nada mi vida deliciosa de soltera».
Nadie debe decirte qué es lo mejor para ti. Es algo que no debemos permitir, nunca. Perdóname, Andrea.