Trenes sin estación, miles de relatos guardados entre la chatarra, tesoros de la historia se almacenan en el cementerio de trenes de Uyuni, la primera localidad boliviana que albergó el ferrocarril en el último aliento del siglo XX. Hoy en día se ha convertido en un atractivo turístico junto al salar.
Los turistas se sienten atraídos por el insólito cementerio de herrumbre convertido en una estación fantasma de trenes a más de 3.000 metros de altura situada en Uyuni, ciudad del sudoeste de Bolivia perteneciente al departamento de Potosí.
Máquinas que no llegarán a destino, vagones que ya no cuentan historias, esqueletos de locomotoras y ruedas retorcidas por el tiempo, yacen esparcidos en aquellos gélidos suelos del altiplano, en medio del olvido y de la indiferencia. Trenes horadados y famélicos que solo silban cuando el fuerte viento del lugar se cuela entre los agujeros de la chatarra.
¡¡Quién diría que en este escenario se inauguró la primera línea de ferrocarril de Bolivia, que comunicó Uyuni con Antofagasta¡¡. Allí paró el primer tren el 20 de noviembre de 1890, poniendo fin al proyecto del presidente constitucional Aniceto Arce.
Entonces, los vagones cargaban oro, plata y estaño, entre otros minerales. Durante décadas el progreso viajaba en primera, dentro de esos amasijos que los visitantes plasman en sus cámaras fotográficas.
La gloria no fue eterna, ya que el tiempo y la derrota de Bolivia hace más de 100 años en la guerra contra Chile por el acceso al mar, paralizaron las máquinas, que ya no volvieron a soltar humo por su chimeneas ni a dar el silbatazo en la primera estación del país.
Uyuni, “lugar de concentración” en lengua aymara, atrae al visitante por el salar, y en los últimos años por haber sido punto de paso para el Rally Dakar. Pero, antes de adentrarse en el inmenso mar de sal, pocos se olvidan de darse una vuelta por el cementerio de trenes, en las afueras de la ciudad de apenas 21.000 habitantes.
El laberinto de chatarra es un imán para el viajero romántico que no duda en imaginarse la historia que un día paró en seco sobre sus propios raíles. La indiferencia y el abandono han animado a los grafiteros a dejar su impronta en las paredes de algunos vagones. El color de arte urbano a veces tapa el óxido que ahora predomina a toneladas.
El escenario donde yacen los antiguos trenes no constituye un museo oficial, con sus debidos cuidados, se trata de una escombrera de hierros y metales condenados a la indiferencia. Una especie de pena y lamento de lo que un día fue gloria y ahora eterna decadencia.
“Así es la vida”, o “Aquí yace el progreso”, son algunas de las frases pintadas que se pueden leer entre los amasijos metálicos. Acertados mensajes para este camposanto del ferrocarril, cantos de una muerte temprana para uno de los inventos que cambiaron la vida del hombre y la historia en el siglo XX.
Los senderos de arena que recorren tan mágico lugar emocionan al visitante quien, a veces, no se explica la catarata de deshechos que duermen bajo el cielo del altiplano, que se asoman curiosos a ventanas que proyectan paisajes ruinosos, con el óxido como máximo exponente, aportando el color marrón y ocre de los metales ferroviarios. Nada que ver con el blanco riguroso y limpio del salar de Uyuni, el siguiente paso del viajero. Cerca de 100 trenes admiten pasajeros a cambio de nada, de su simple interés. Algo insólito en un mundo donde lo gratis está en extinción.
La depredación humana es uno de los problemas que sufre el cementerio de trenes de Uyuni desde la década de los 40.
Se concibió para reutilizar el material en las máquinas en funcionamiento, pero la idea fue abandonada como los propios trenes cuando se produjo la nacionalización del ferrocarril. Tras ello llegó el saqueo, sin que nadie hiciera nada por evitarlo.