Cada mañana, la primera imagen que veo al correr las cortinas de nuestra cabaña son tres montañas revestidas de pinos, un pequeño cafetal –un “cafetalito”, como dicen aquí– y un campo formidable de hierba fresca y flores silvestres. Algunos días, las montañas están cubiertas de una nubosidad que las hace ver oscuras y misteriosas. Otros días llueve a cántaros, pero cuando el Sol brilla al amanecer, la imagen es la de un bosque radiante y feliz.
Veinte días atrás, antes de que nos mudáramos a Oxapampa, lo primero que veía al despertar era una pared. Ladrillos y cemento. Nuestro querido departamento de Lima, en un primer piso de un condominio ochentero de Miraflores, es algo oscuro y está atrapado entre los muros de las casas de los costados. Sin embargo, ha sido nuestro hogar en los últimos siete años y es allí donde Darío y Marcelo, nuestros hijos, de 1 y 4 años, han vivido casi toda su vida.
LEE: Lo que Jorge Basadre nos dice del Perú y los jóvenes en sus libros y pocos leemos
Precisamente pensando en ellos, mi esposa, Alba, y yo decidimos dejar Lima por un tiempo y asentarnos en el campo, en un lugar donde los pequeños pudieran tener un contacto estrecho con la naturaleza y sentirse libres para jugar, lejos del miedo y el riesgo extremo a los contagios de coronavirus como fruto de las aglomeraciones en la ciudad. Oxapampa fue el lugar escogido.
Esta nota es un testimonio de lo que estamos viviendo. Unas primeras impresiones, lejos del smog, del ruido, del humo de los motores y las construcciones, del miedo al contagio y de la muerte. Aquí, en estas tierras, se respira vida. Aunque, claro está, estamos atravesando una pandemia mundial y tomamos todos los cuidados necesarios al salir de casa.
MIRA TAMBIÉN: Con pañales y solo 13 meses de nacido: la foto de Paolo Guerrero en su primera vez con la blanquirroja
LA DECISIÓN
La idea de mudarnos surgió en diciembre del año pasado. Sin ser adivinos, llegamos a la conclusión de que los contagios se dispararían después de las fiestas de fin de año. No queríamos que los niños volvieran a vivir un confinamiento extremo como el del año pasado, cuando no podían ni asomarse a la puerta de la calle. Literalmente, una mañana, en abril o mayo, Alba y Darío caminaban dentro del condominio y desde la calle unos militares les dijeron –les ordenaron– que entraran a casa.
Por supuesto que tuvimos dudas, todas vinculadas a la salud y el bienestar de Darío y Marcelo. Aunque ya habíamos estado en Oxapampa en tres oportunidades, fue necesario investigar a fondo sobre los servicios sanitarios, la conectividad y el tipo de negocios en la zona, y gratamente descubrimos que esta ciudad fundada por alemanes y tiroleses en 1891 cuenta con todo lo necesario para vivir bien, de un modo más sencillo en comparación con Lima, pero en muchos aspectos (muchísimos) incluso mejor. Sin embargo, quizá el que tomó la decisión por nosotros fue Darío, quien se emocionó cuando le contamos sobre la posibilidad de mudarnos a la selva. “Allí hay pumas”, dijo, y le brillaron los ojos.
Con la decisión tomada, fuimos organizando todo para el viaje. Compramos una piscina estructural y la tuvimos guardada en el maletero de la camioneta varias semanas. Escogimos algunos libros para las lecturas nocturnas de Darío y compramos uno de esos aparatos luminosos que atrae a los moscos y los electrocuta. Cruel, pero necesario en estas tierras. Como la cabaña la alquilaban amoblada, no fue necesario traer muchas cosas (pero por alguna razón cuando vinimos en la camioneta no entraba ni una aguja). “Es la mejor decisión que pueden haber tomado”, nos dijo Betina Rojas, regente de las cabañas de alquiler en Oxapampa, cuando sellamos el trato.
EL TRAYECTO
El viaje lo emprendimos varios días antes de que entrara en vigencia la nueva cuarentena anunciada por el presidente Francisco Sagasti. La casa en Lima y nuestra gata, Saly, las dejamos al cuidado de buenos amigos. Yo salí de Lima conduciendo a las 4 de la madrugada junto a nuestro viejo perro, Guayas. Crucé Ticlio y llegué a Jauja, la primera parada, antes del mediodía. Por la tarde, Alba y los niños volaron a esa ciudad y los fui a recoger al aeropuerto. Para hacer el viaje más reposado, dormimos allí esa primera noche. “Mañana se van al paraíso”, nos dijo don Moisés, un hombre amigable y conversador, administrador de la acogedora Pousada Villa Huaripampa, donde pernoctamos.
El viaje de Jauja a Oxapampa duró unas cinco horas. Darío anduvo algo impaciente. “¿Ya llegamos?, ¿ya llegamos?”, nos preguntaba cada media hora. Marcelo durmió buena parte del camino en su silla de seguridad: es un viajero nato. Nos detuvimos en La Merced para almorzar en un chifa y dos horas después, luego de muchas curvas, de sortear derrumbes y badenes a tope, y de adentrarnos en ceja de selva, llegamos a Oxapampa, tierra de ganaderos y bosques, de tejados de estilo europeo, de un estupendo café y charcutería fina, de gente amigable, pero sobre todo, un lugar donde el virus no se asoma mucho.
De acuerdo con la Sala Situacional de la Dirección de Salud de Pasco, en el distrito de Chontabamba, donde se encuentra nuestra cabaña, ha fallecido una persona por COVID-19 desde que comenzó la pandemia. En el distrito de Oxapampa, las muertes acumuladas son 15 y en toda la provincia de Oxapampa (con sus ocho distritos y sus casi 100 mil habitantes), se cuentan 49 lamentables decesos (datos al 8 de febrero). A esto se suma que, en el ámbito nacional, Pasco es el departamento con menos casos activos de coronavirus y con uno de los niveles de letalidad más bajos.
Sin embargo, aquí el pueblo se ha organizado para acatar medidas de bioseguridad (la provincia se encuentra en riesgo muy alto, de acuerdo con el Gobierno). Lo más notorio es que cada negocio ha instalado en su puerta un tanque de agua con jabón líquido para que cada usuario se lave las manos antes de entrar. El uso de mascarilla también se respeta, incluso en las zonas más apartadas. No hay aglomeraciones y la limpieza en los mercados y las calles es un ejemplo para cualquier otra ciudad peruana.
El día que llegamos, olía a tierra mojada y fértil, pues la noche anterior hubo una fuerte tormenta. Fue un día fresco y algo nublado. Desempacamos y así, oficialmente, nos convertimos en vecinos oxapampinos.
LA CABAÑA
El filósofo peruano Alberto Benavides Ganoza, autor de “La ruta natural”, señalaba años atrás, en una entrevista con Marco Aurelio Denegri, que “quien se va al campo no deja de ser un burgués”. Él huyó de Lima y se considera un fugitivo porque –según explica– “la bulla hace daño al alma”. En efecto, nosotros no nos hemos convertido en campesinos. Nuestra cabaña de madera no es lujosa, pero cuenta con todo lo necesario para vivir bien. Tiene una habitación amplia con una cama matrimonial, una de plaza y media y un camarote. Lo primero que hicimos al llegar fue juntarlas y así creamos un paraíso para los amantes del colecho y la crianza con apego. Un baño completo con agua caliente, una sala-comedor enana donde instalamos la computadora, una cocina con equipamiento básico y un pequeño patio trasero completan nuestro refugio. En la entrada tenemos un porche muy amplio, donde Marcelo gatea libremente (aunque muchas veces se escapa y termina cubierto de lodo hasta las orejas).
Pero lo mejor de todo es que la casa se encuentra en un condominio donde hay otras seis cabañas apartadas unas de otras, con mucho campo entre sí, y donde ahora solo vivimos nosotros. No hay más inquilinos. A un costado de la casa instalamos la piscina y en el frontis, junto a la zona de fogatas, aparcamos la camioneta. Estamos entre Oxapampa y Chontabamba, tierra de aire puro y libertad, a cinco minutos de ambos pueblos, cerca de la ribera del río y en la ruta boscosa del oso de anteojos. Es un vergel que por las noches, cuando no hay tormentas –y también cuando las hay–, nos regala majestuosos espectáculos en el cielo. Truenos, rayos y el sonido de la lluvia golpeando el tejado nos arrullan mientras el cielo se inflama por los relámpagos.
NUESTRA NUEVA VIDA
Los niños son los más felices, pero como Darío ya tiene casi 5 años, es el que más disfruta del campo. Todo le llama la atención, hace incontables preguntas al día (¿a dónde van los ríos?, ¿de dónde sale el agua?, ¿cómo se forman los rayos y los relámpagos?) y se ha convertido en un constructor. Usando leños, ha armado un avión y un tren con sus rieles. Ha hecho una carretera con barro y hemos plantado un cartel con el mensaje “Cuida la naturaleza” en la ribera del río. “Me gusta más Oxapampa porque aquí tengo piscina, campo, madera y puedo construir cosas”, dice. Si fuera por él, nos quedaríamos a vivir aquí para siempre (aunque también a veces extraña a sus amigos de Lima, sobre todo a Doménica).
Darío ha hecho dos amigas: Ivana, de 6 años, y Briana, de 4. Son primas hermanas, viven en una casa cercana y cada día entran al condominio para jugar. A veces los tres se van corriendo entre los árboles y Alba o yo los llamamos a gritos, igual como lo hacía mi madre cuando era niño y me buscaba para que volviera a casa. Otras veces persiguen a unas gallinas intrusas que andan por allí picoteando y que conocen bien el camino de vuelta a casa.
Algo que se aprende al salir de la ciudad es que se puede vivir con poco. Y también con menos dinero. El alquiler y los gastos representan aquí la tercera parte de lo que solemos gastar en Lima. Creo que de alguna manera ello responde a que aquí no tenemos muchas cosas a mano. El delivery es limitado y las tiendas están lejos. Es distinto a vivir a media cuadra de la avenida Larco y de su amplia oferta sanguchera. Allá, en la capital, tenemos cuatro tiendas que venden de todo casi frente a casa, incluso productos gourmet. Aquí, si se nos antojan unos snacks, habría que ir al pueblo a por ellos. Por eso, finalmente, no los consumimos. Como resultado: se gasta menos y se come de una manera más saludable.
Nuestro sueño también se ha modificado tras la mudanza. Después de mucho tiempo duermo ocho horas al día. Aquí por las noches, como no hay pueblo alrededor, la oscuridad es intimidante y a veces nos sentimos en medio de la nada. Como nuestros días empiezan a las siete de la mañana, a las diez de la noche ya estamos muertos. Era diferente en Lima, donde había noches en las que podía ver series o películas hasta las dos de la mañana, por lo que dormía seis horas como máximo.
Con respecto a los servicios básicos, hubo ligeros cambios. Aquí el agua la filtramos –como en Lima– pero luego la hervimos (en Lima la tomamos solo filtrada). La electricidad oscila un poco por las noches, pero no es nada grave. Hasta el momento no hemos sufrido ningún corte de luz, pese a las tormentas furibundas. También tenemos televisión satelital por cable.
El Internet es todo un mundo. Hay una empresa que ofrece un servicio satelital con cierta cantidad de gigas de alta velocidad al mes. Para acceder, deben instalar una antena en el techo. En nuestro caso, aunque en este punto del pueblo no existe servicio de Internet en casa, la señal del celular (sobre todo la de una compañía en particular) es buena. Entonces, contraté un plan que me da hasta 50 gigas de alta velocidad al mes –cantidad de sobra para nosotros– y comparto la señal del móvil con la computadora. Desde allí me conecto vía VPN al ordenador del Diario y puedo teletrabajar sin problemas, tal como lo hacía en Lima. Lo único que no va muy bien y que consume muchas gigas es el streaming, así que hemos vuelto al pasado y vemos películas en DVD (trajimos algunas y en el pueblo también las venden).
Son muchos los cambios que estamos experimentando desde que llegamos al pueblo, pero quizá el más notorio es el comportamiento de Darío. Él está encantado con el campo, con cruzar los ríos, con crear ‘máquinas’ o simplemente por corretear por allí. Anda tan metido en sus cosas y siente tanta libertad que, a diferencia de Lima, ya ni siquiera quiere ver la televisión. Allí veía como máximo 30 minutos al día, tampoco abusaba, pero aquí hay tantas cosas por hacer allí afuera que se ha olvidado de las pantallas. Da gusto verlo tan contento, haciendo cosas que le hacen crecer sano y libre. La naturaleza humaniza.
En Lima, nuestros paseos con ellos los hacíamos por el malecón o por los parques de Miraflores y San Isidro. Aquí vamos a cualquier camino desconocido y lo recorremos sin saber a dónde nos llevará. A veces nos perdemos andando entre trochas abrazadas por las ramas de los árboles, convertidas en túneles vivos y frondosos. Cruzamos ríos con las botas de jebe que compramos al llegar y hacemos picnics en medio de la nada. Me siento afortunado por estar viviendo esta experiencia junto a mi familia.
La migración está en nuestra sangre: mi padre es palestino, mi madre trujillana como yo, mi esposa es española y mis hijos, limeños. Tenemos familia a ambos lados del océano y eso nos hace estar siempre en movimiento. Aún no hemos decidido cuándo volveremos a Lima. Quizá cuando la pandemia esté controlada. Quizá cuando podamos volver a viajar a España para ver a los nuestros. Por ahora, la vida nos ha traído a estas tierras benditas y nos regala esta liberación del espíritu. Un verdadero lujo en estos tiempos nefastos, que aprovechamos con cada amanecer, cada minuto de cada día.
VIDEO RECOMENDADO
Contenido Sugerido
Contenido GEC