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Foca, la isla de Piura que probablemente no conoces - 7
Redacción EC

Escribe: Álvaro Rocha

En Foca y en la caleta Islilla, encontré lo que había buscado y no había encontrado después de tantos años de recorrer el litoral peruano: no solo un paisaje sobrecogedor, un aire transparente, limpio, el cielo celeste, una isla con animales formidables, en medio de una naturaleza impoluta, alejada de los ruidos, con pescadores amables y generosos, que andan erguidos, defendiendo su medio ambiente, todo bajo el desierto de Sechura, el más extenso del país, cuyas arenas caen rendidas bajo la majestad de las olas azules.

Padre Nuestro

“Aquí hay peces para todos y en cantidad: meros, lenguados, calamares, cabrillas, cachemas, cherlos. En un buen  día podemos llevarnos 500 soles de ganancia”, me dice el pescador Juan Amaya, quien además me cuenta que, cuando el cura cae por Islilla, recita, medio en broma, medio en serio, el Padre Nuestro de la siguiente manera: “Padre nuestro que estás en el agua”. Y es que lo divino, más que en el cielo, se halla en las profundidades del océano. Gran parte de esta explosión de vida se debe a que  convergen la corriente fría de Humboldt y la cálida corriente ecuatorial, lo que permite tener una mezcla de especies que no conviven en ninguna otra parte del mundo, como la pintadilla, la doncellita jodejode y el sargo de peña, propias de nuestro país, junto a otras provenientes de las Galápagos y del Golfo de California, como el pez ángel de Cortez.

Amaya es natural de Islilla, caleta de pescadores frente a la isla Foca. Y si bien el boom económico les permite ostentar una magnífica rada de piedra llamada La Poza –una de las más bellas del Perú, que protege pintorescas y sobrias embarcaciones de diferente calado, incluso algunas de quince toneladas (”periqueras”, que cuestan 100 mil soles), que evidencian la prosperidad que les brinda el mar y sus frutos–, también es cierto que la población solo se abastece de agua un día a la semana (lunes) mediante un camión cisterna.

Paraíso amenazado

No todas las rutas que conducen al objeto de nuestro deseo son largas y tortuosas. Solo 800 metros separan Islilla de la isla Foca. Nos embarcamos en el bote San Judas Tadeo, al mando de Justo Bancayán. Azul zafiro, el océano rompe indolente contra el casco del bote al salir de la rada y se desenrosca en breves olas. Al acercarnos a Foca, el viento arreció creando sonidos inusitados, que se tornaban en armonías sorprendentes cuando la brisa se convertía en ventarrón. Justo me dice que es la  melodía del mar, un canto místico y delirante transportado desde océanos ignotos.

Dimos la vuelta a la isla, primero por la parte oeste, la que enfrenta la inmensidad deshabitada del Pacífico. El océano despierta con furia, voluminosas dentelladas de agua provenientes de ultramar esculpen arrecifes, horadan cuevas, hieren como un cuchillo el lomo de la isla. Por momentos, una estampida alada bloquea los rayos solares: chuitas, piqueros de patas azules, cormoranes, golondrinas, fragatas, pelícanos, gaviotas, zarcillos y águilas pescadoras ensombrecen el cielo.

Pero lo que más abunda son los lobos. Los finos, de pelaje denso y esponjoso, ocupan el lado norte de la isla y no tienen problemas con otras especies, salvo con el hombre. En cambio, los chuscos son voluminosos (un macho pesa 350 kilos en promedio) y se les observa nadando en grupo o asoleándose en peñas e islotes.

Antes había un enfrentamiento entre los pobladores de Islilla y los lobos, pues estos consumen peces grandes como la cabrilla y el mero. “Ahora ya no los eliminamos, los respetamos porque queremos que crezca el turismo. Y no solo tenemos que cuidar a los lobos, sino a todos los animales de la isla”, dice Iván, hijo y ayudante de Justo. Sin embargo, la amenaza principal proviene del exterior, de navíos que utilizan dinamita para extraer recursos marinos. Cuando los pobladores de Islilla los detectan salen todas las embarcaciones y los expulsan de sus aguas. “Si nosotros hubiéramos pescado con dinamita, ya no tendríamos de qué vivir”, asegura Robert Yenque, patrón de una lancha.

Danza con lobos

Luego de llegar al extremo norte de la isla y girar para transitar por el lado este, tuvimos la suerte de avistar pingüinos de Humboldt caminando tipo Chaplin sobre un risco y luego dos tortugas verdes. Ambas especies son consideradas en peligro de extinción por nuestra legislación.

Llegó el momento de desembarcar en la isla, y el sitio no pudo ser más apropiado: Playa Blanca, de fina arena, mar calmo y excelente visión de la costa. Extranjeros acampan en esta playa alucinante. Hace poco un grupo de checos se desvistió delante de los pescadores antes de lanzarse al agua. “Es una pena, pero peruanos casi no vienen”, apunta Justo.

Tocaba explorar la superficie de esta isla, de apenas un kilómetro cuadrado, donde no hay arbustos ni hierbas, sino apenas tres árboles de zapote como toda vegetación. Vimos un jañape de la costa replegado en una grieta: estos son reptiles de ojos grandes y sin párpados que comen pequeños insectos y garrapatas. También avistamos a pájaros fragata robando en pleno vuelo las anchovetas que habían atrapado gaviotas y piqueros. Tremendos filibusteros. Luego arribamos a un pequeño faro en la parte superior de la isla, que funciona con paneles solares y orienta a los barcos en sus travesías nocturnas. El litoral visto desde el faro es excepcional: los colores de Islilla, el milagroso Cerro Negro, la punta guanera y las playas de La Grama y Muy Muy. Sin embargo, lo mejor estaba por venir. Caminamos al oeste guiados por un apoteósico ulular que solo podía provenir de una gran colonia de lobos.

Llegamos y era mejor de lo que habíamos imaginado: un formidable acantilado en forma de garganta acogía un mar turquesa que burbujeaba de lobos, algunos en tierra cuidando a sus tiernas crías, pero la mayoría vacilándose de lo lindo en su elemento. Sentí los labios y las manos del viento, el corazón del agua y, como decía el curita de Islilla, que el cielo y el mar son lo mismo en estas latitudes.

 

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