Gabriela Reyna
Un callo en el dedo índice de mi mano derecha me recuerda la complicada relación que mantuve con el lápiz en los años escolares y la insistencia de mi madre por arreglarla. Ella, una profesora de inicial experta en ejercicios de motricidad fina, me hacía jugar con plastilina y pelar arvejitas para mejorar la interacción de los casi veinte músculos de mi mano. Luego reemplazó los juegos didácticos por los Palmer, esos cuadernos donde tenía que escribir la misma oración vez tras vez, hasta que me quedase menos fea. Y cuando se le agotaba la paciencia, mi madre arrancaba las hojas de mi cuaderno y yo tenía que rehacer toda mi tarea. «Sí así está tu cuaderno, ¡cómo estará tu cabeza!», decía. En ese entonces su reacción me parecía exagerada, pero ahora entiendo su interés.
Nuestra caligrafía refleja la manera en la que diseñamos y formamos nuestras ideas. Cada palabra que escribimos es el resultado de la relación de nuestro cerebro y las manos. Algunos estudios médicos han comprobado que escribir potencia la actividad neurológica y ayuda a mejorar las habilidades motrices. El movimiento de la muñeca nos da tiempo para hilvanar nuestros pensamientos antes de ponerlos sobre el papel. «La letra de un niño demuestra su organización conductual, estabilidad emocional, grado de sensibilidad y temperamento» dice la educadora y orientadora familiar Claudia Schiappa-Pietra.
Si la caligrafía de los niños refleja todo eso, es comprensible que las madres se preocupen ante los garabatos desordenados de sus hijos. Pero es clave que presten atención no solo a la forma de la escritura de las palabras sino a lo que dicen. Un niño con «mala letra» puede ser solo un niño que garrapatea las palabras de manera torcida y sucia sobre el papel. Sin embargo, si un niño no es capaz de comunicar el proceso de pensamiento a través de la escritura a mano, podría tratarse de un caso de disgrafía. Este trastorno de la escritura interrumpe la comunicación entre el cerebro y la mano. Normalmente el cerebro procesa la información que recibe y envía señales a la mano para convertirla en palabras, pero las personas con disgrafía no entienden estas señales y tienen problemas para escribir de manera legible. La disgrafía es un trastorno del aprendizaje que se debe tratar y al que no hay que confundir con desgano ni pereza al escribir.
Aun cuando la mala caligrafía no es un trastorno, la educadora Schiappa-Pietra recomienda a los padres ejercitarla en casa con sus hijos.
«Los niños que utilizan la escritura manuscrita adquieren mayor facilidad para leer, comprender, generar ideas, retener información. Practicar es la mejor manera de adquirir una buena caligrafía», y advierte que, sobre todo hoy, los padres tienen que cuidar la escritura de sus niños, ya que algunos han cambiado los lapiceros por los teclados y las pantallas ‘touch’. Ahora escribir pareciese ser una actividad exclusiva del salón de clase. Mi madre ya sabía todo eso y de allí su insistencia en que mejorase mi caligrafía. En realidad, nunca le preocupó que mi letra fuese fea. Lo que ella quería era que mi escritura demuestre que yo sabía ordenar mis ideas y que me interesaba que las personas me entiendan. Escribir a mano es una manera de imprimir nuestra identidad y personalidad en las palabras. Tal vez por eso aún firmamos a mano.