Mi abuela fue a la universidad a los 54 años. Hizo amigos y disfrutó tanto del estudio como de la amistad que compartía con sus compañeros casi adolescentes. Hasta hoy procura mantenerse actualizada y conserva un espíritu juguetón que hace que su compañía sea un placer (nunca olvidaré que por años guardaba una libretita donde apuntaba los chistes que le causaban gracia).
Yo misma tengo unos amigos cuyas edades van de los veintimuchos a los cincuenta y tantos. Una mancha que no hemos compartido ni el colegio ni la ropa ni la música de moda. Comenzamos como un grupo de estudios y luego de un tiempo de dedicarnos a analizar y disfrutar la lectura, descubrimos que nos encantaba también conversar, el vino, cenar, el buen humor y la simpática compañía más allá de aquellos textos. La diferencia de edades resultó deliciosa. La marca generacional de cada uno nos acerca y nos enriquece.
¿Qué significa la edad? Podríamos suponer que los menores se divierten de una manera y los mayores de otra, y sin embargo, nosotros la pasamos muy bien siempre. Un día reparamos en esta diferencia y uno de ellos concluyó: “Es que somos los sin edad”.
¿Para qué importa tener tantos o cuántos años? Al parecer la evolución de nuestras vidas estaría marcada por determinadas etapas que en teoría naturalmente se cumplen con el paso del tiempo en este orden: terminar el colegio, estudiar en la universidad, comenzar a trabajar, de ser posible hacer un posgrado, casarse, tener hijos, comprar una casa, ir con los chicos al club o a la playa y verlos crecer mientras disfrutamos la vida y planeamos una feliz jubilación. Pero ¿es siempre así? ¿Ha sido así la vida de la mayoría de quienes leen esto ahora?
Miro a mi alrededor y veo historias distintas: parejas que hasta hoy no tienen hijos. Amigos que viajan y exploran el mundo y aún no compraron una casa porque ni siquiera se instalaron en una ciudad fija. Amigas que tuvieron hijos mientras estudiaban sus carreras. Chicos que tuvieron hijos, luego estudiaron y luego se casaron. Personas divorciadas empezando su vida independiente. Solitarios de toda la vida. Cada uno sorteando obstáculos en el camino, adaptándose a los cambios y dándole forma a sus vidas a medida que sus deseos y las oportunidades han ido confluyendo. Es decir, sin seguir ningún formato preestablecido.
Lo que me conecta con mis amigos es la mente abierta, los pocos prejuicios, el mucho respeto, la libertad y las ganas de estar juntos. Cada uno tiene su momento de ser escuchado y el protagonismo es democrático. Acá a todos nos interesa lo que le ocurre a los demás. Desde las vacaciones divertidas de unos, las aventuras filosóficas de otros, las exploraciones en las artes, los avatares del destino y la salud, los amores y desamores, la soledad y las canas, hasta los temas de crianza de papás primerizos, todo lo acogemos. Y la chispa no es patrimonio exclusivo de los jóvenes, y la profundidad no solo la traen los mayores. Pero el buen humor y la mirada honesta eso sí lo traemos todos.
Había oído que la juventud es una actitud, y no un número. Lo entendí mejor cuando los conocí a ellos, los ‘sin edad’. Me ha hecho bien esta amistad que atraviesa las fronteras generacionales: amplía mi mundo y me hace sentir que juntos celebramos la vida.
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