«Tengo que entregar otro informe». «Me toca guardia interdiario ». «Termino esta maestría y empalmo con otra que me encanta». «Salgo tan tarde y tan cansado que no tengo tiempo de ir al gimnasio». «Hubo un evento importante en mi empresa y no llegué a cantarle ‘Feliz cumpleaños’ a mi hijo». «Tuve que viajar por negocios y perderme las bodas de plata de mis papás». «Renunció mi jefe y ahora hago trabajo por dos».
¿Cuántas veces nos tropezamos con este tipo de frases? ¿Con cuánta frecuencia el trabajo nos absorbe tanto que nos perdemos momentos importantes en familia? ¿Qué tan común es que mi trabajo o el de mi pareja afecte nuestra relación? ¿Y cuánto tiempo tienes para ti?
¿Eres competitivo, ambicioso e inteligente? ¿Te gusta la adrenalina de conseguir logros en el trabajo? ¿Lo que haces te apasiona y te quedas absorto horas de horas en ese terreno fascinante que dominas y en donde tanto aprendes?
Disfrutar de la vocación y sus conquistas es delicioso. Enriquece, desafía y gratifica. Y compartir espacios con otros que como tú disfrutan de lo mismo es genial. Recuerdo que los horarios no me importaban en los primeros años de mi trabajo. Ni si era de noche, ni fines de semana, ni demasiadas horas. Lo hacía feliz. A mi familia la veía casi nada y los únicos amigos que frecuentaba eran los del trabajo. Me perdí el matrimonio de una prima, y si no fuera por casualidades de la vida, casi cometo el error de faltar al funeral de mi abuelo y la graduación de mi hermano. Estaba ciegamente zambullida en mi apasionante profesión.
No solemos hablar del costo que esto trae a la vida personal, donde además uno termina teniendo la sensación de no tener alternativa. De que lo correcto y bien visto es entregarse sobre todo al trabajo y dejar la vida personal en segundo lugar. De postergar a la enamorada para solo verla los fines de semana, de no ver a tus papás más de una vez al mes «porque no hay tiempo», de terminar cuadrando la boda y la luna de miel según lo que conviene a la empresa, de no acompañar a tu mujer a la cita con el oncólogo porque no puedes cancelar a un cliente muy importante, o no acudir nunca a las presentaciones de tus hijos en el colegio porque es imposible abandonar la oficina.
Una vez un gran señor, rector de una prestigiosa universidad local, me dijo: «Lo absurdo de los jóvenes de hoy es que sacrifican su salud para que cuando sean viejos no les falte la plata para curar las enfermedades que ese sacrificio les causó». Quizás sea bueno y posible intentar un equilibrio.
No se trata de satanizar el trabajo. Es valioso, importante y estimulante. No solo como medio para conseguir estabilidad económica, sino también porque es donde despliegas y desarrollas tu talento y donde alcanzas buena parte de tu realización personal. No es un capricho y para la mayor parte de personas es una necesidad. Trabajar para ganarse la vida dignifica. Si, además, somos capaces de darle su justa dimensión, entonces conseguiremos el equilibrio. ¿Cómo? Asegúrate de cerrar la puerta de la oficina y abrir la de tu mundo afectivo: la gente que te quiere, tu familia y tus amigos, que te necesitan y a quienes tú necesitas. Ellos entenderán lo importante que es tu trabajo para ti si eres capaz de reservarles en tu vida un buen lugar. Lo mismo que un espacio para estar contigo mismo. Tu trabajo puede darte grandes satisfacciones, pero no olvides cuidarte y cuidar a los tuyos. Al fin y al cabo, como dicen por ahí, la idea es trabajar para vivir y no vivir para trabajar.
Puedes leer la columna de Natalia Parodi y más notas interesantes todos tus domingos con Semana VIÚ!