Desde que era pequeña había dos fechas que yo esperaba con ilusión: mi cumpleaños y Navidad. Eran esos dos días especialísimos en que me sentía el centro del universo. En mis cumpleaños, mi mamá me ponía una corona y a mí me quedaba clarísimo que yo era la reina del santo. En Navidad, mi enorme familia se reunía siempre. Cenábamos las delicias preparadas por mis abuelas y mis primos y yo jugábamos hasta terminar el día con un paquete enorme de regalos. Yo salía contenta y china de sueño, porque ese día no me hacían acostar temprano. La Navidad era definitivamente un día muy feliz.
Cuando mis padres se separaron, aparte de la tristeza y complicación de tener que repartir la Navidad con uno y otro, había un lado superpositivo: tenía cuatro navidades –familia paterna, materna y sus respectivas familias políticas– que se repartían la fiesta en un tour partido en dos cenas de Nochebuena, un desayuno del 25 y un almuerzo del 25. Mi hermano y yo íbamos a todas, compartíamos en familia, comíamos rico hasta el hartazgo y encima, recibíamos aún muchos más regalos que antes. Así que la incomodidad de un par de días trajinados sopesada con el botín, salía a cuenta. Cariño, comida, ropa, juguetes y cuando fuimos creciendo, dinero. ¿Qué más podíamos pedir?
Cada familia celebraba a su modo, pero el momento de los regalos era siempre muy esperado con ilusión. A los niños nos hacían entregar regalos y nos sentíamos importantes. Éramos como los administradores y proveedores de la felicidad ajena. Cada vez que le entregábamos un regalo a alguien, esa persona nos sonreía contenta y los demás aclamaban nuestro nombre para que pronto les llegara el turno de recibir su regalo. Era un jolgorio de sorpresas, cariño y humor. Nos encantaba.
Así adquirí la costumbre de disfrutar de regalar. De divertirme desde semanas antes pensando en algo que pudiera gustarle a mis seres queridos. No me daba lo mismo dar cualquier cosa. Tenía que ser algo que lo alegrara de verdad. Y durante años lo hice así. Me juntaba con mi hermano para hacer los regalos de parte de los dos. Al comienzo a él no le parecía tan divertido ir a comprar. Pero yo lo convencía y lo hacíamos juntos. Al entregar los regalos, él fue descubriendo la alegría de dar y de poner contentos a otros. Ahora nunca se olvida de nadie en Navidad y durante el año tiene lindos detalles en fechas importantes.
Yo no entendía cómo había gente que renegaba de regalar. Para mí era un genuino placer, como un juego en el que participábamos todos los miembros de la familia. Un juego de alegría y generosidad. Un juego de pensar en el otro, de sorprenderlo, de darle algo que necesita o le viene bien. Es más, tenía un amigo que odiaba la Navidad y ni siquiera ponía arbolito en su casa. Yo le regalé su primer árbol y para su desconcierto, se puso contento. Creo en realidad que llegué a contagiarle el gusto por la Navidad.
Sin embargo con el paso del tiempo he entendido a los detractores de la Navidad, que por distintas circunstancias no quieren o no están en condiciones de dar. A algunos les molesta sentirse manipulados por la publicidad y ‘el mercado’, que imponen regalar en esa fecha. Otros atraviesan momentos complicados, ya sea por dificultades económicas o porque pasan una etapa emocional difícil, y no tienen ánimo para ir de compras. A todos ellos les afecta sentirse forzados a regalar. Y tienen razón. Hacerlo por obligación no tiene ningún sentido.
Desde hace unos años me he replanteado lo que para mí es la Navidad. Me quedo con el cariño y con la familia y dejo de lado cualquier obligación. Regalo porque todavía me queda esa rica sensación de dar y alegrar a los demás. Pero espero que si algún día no estoy en condiciones de hacerlo, me hagan sentir tan bienvenida como siempre en los festejos. No juzgo a quien no regala. No es necesario ni importante que me den nada. Prefiero que mis seres queridos estén tranquilos y no se estresen por mí. Tenernos ya es bastante y ahora lo que más disfruto es de estar todos juntos. Ese es el mejor regalo de todos.