Cuando el gran místico sufi Hassan se estaba muriendo, uno de sus discípulos le preguntó:
-Maestro, ¿quién fue tu maestro?
-Tuve centenares de maestros –fue la respuesta–. Si tuviera que decir el nombre de todos ellos me llevaría meses, tal vez años, y aun así terminaría olvidando algunos.
-Sin embargo, ¿no hubo alguno de ellos que le marcó más que otros?
Hassan pensó un minuto, y dijo:
-En verdad, existieron tres que me enseñaron cosas muy importantes.
El primero fue un ladrón. Cierta vez yo me había perdido en el desierto y sólo conseguí llegar a mi casa muy avanzada la noche. Había dejado mi llave con el vecino, pero no me atrevía a despertarlo a esa hora. Finalmente encontré a un hombre a quien pedí ayuda, y él me abrió la cerradura en un abrir y cerrar de ojos.
Me quedé muy impresionado, y le pedí que me enseñara a hacer aquello. Él me dijo que vivía de robar en las casas, pero yo le estaba tan agradecido que lo convidé a pasar un tiempo conmigo. Durante un mes durmió bajo mi techo. Cada noche salía y comentaba: “Me voy a trabajar, continúe con su meditación y rece bastante”. Cuando volvía, yo le preguntaba siempre si había conseguido algo, y él invariablemente me respondía: “No conseguí nada hoy. Pero si Dios quiere, mañana lo intentaré otra vez”.
Era un hombre contento, nunca le vi desesperarse por la falta de resultados. Durante gran parte de mi vida, cuando yo meditaba sin que me sucediera nada, muchas veces estuve cerca de una depresión total. Pero en esos momentos yo me acordaba de las palabras del ladrón: “no conseguí nada esta noche pero, si Dios quiere, mañana lo intentaré otra vez”. Eso me dio fuerzas para seguir adelante e insistir en la meditación.
-¿Quién fue la segunda persona?, preguntó el discípulo.
-Fue un perro. Yo estaba yendo en dirección al río para beber un poco de agua cuando el perro apareció. Él también tenía sed. Pero cuando llegó cerca del agua vio a otro perro allí –que no era más que su propia imagen reflejada–.Tuvo miedo, se alejó, ladró, hizo de todo para alejar al otro perro pero nada sucedió. Finalmente, como su sed era inmensa, resolvió seguir adelante y se tiró dentro del río: en ese preciso momento la imagen desapareció. Así entendí que cualquier obstáculo puede ser vencido cuando lo enfrentamos.
Hassan hizo una pausa y prosiguió:
-Finalmente, mi tercer maestro fue un niño. Caminaba en dirección a la mezquita, con una vela en la mano. Yo le pregunté: “¿Tú mismo encendiste esta vela?”, y me respondió que sí. Como me preocupa que los niños jueguen con fuego, insistí: “Chico, hubo un momento en que esta vela estuvo apagada. ¿Podrías decirme de dónde vino la llama que la ilumina?”.
El niño rio, apagó la vela y me preguntó a su vez: “Y usted, ¿me puede decir a dónde fue la luz que estaba aquí?”.
En ese momento me di cuenta de lo estúpido que había sido. ¿Quién enciende la llama de la sabiduría? ¿A dónde va ella? Comprendí que, al igual que aquella vela, el hombre carga en ciertos momentos en su corazón el fuego sagrado, pero nunca sabe dónde fue encendido. A partir de ahí, comencé a comulgar con todo lo que me rodeaba: nubes, árboles, ríos y bosques, hombres y mujeres. Tuve miles de maestros durante toda la vida. Siempre que necesité respuestas, las encontré en los lugares más sencillos. Seguí las señales y viví en constante contacto con todo y con todos.
Un maestro es cualquier persona o cosa que despierta en nosotros el conocimiento que ya poseíamos. Él es como una piscina, que nos enseña a nadar: una vez que ya sabemos, debemos salir de esa piscina y cruzar los océanos.