La idea del matrimonio muchas veces se nos instala en la cabeza como una etapa en la que algunas vivencias se terminan, entre ellas supuestamente la libertad. No estoy de acuerdo: la libertad es un valor poderoso que tarde o temprano se abre camino de todas maneras en nuestras vidas. Una de sus grandes conquistas ocurre el día en que elegimos casarnos. No debería ser una obligación, sino una elección hecha con ilusión, enamoradas y felices. ¡Y nos emociona dar ese paso con la persona que amamos!
A lo largo de la relación, las decisiones libres deben seguir sucediendo. Como por ejemplo, expresar a la pareja los deseos: ya sean antojos, viajes, sexo, o lo que fuere. O continuar saliendo con los amigos a veces solos o manteniendo la privacidad que les provoque -como la del cajón de la mesa de noche o la clave del mail-, o expresando libremente tristeza, fastidio o desacuerdo con algo que hace o dice su pareja.
Hay muchas personas que no se atreven a expresarse y se acomodan más a lo que creen que se ve mejor o lo que sienten como obligación. Y van cediendo y renunciando poco a poco a ciertas actividades que hacían antes. Sin embargo, la libertad encuentra otras maneras de hacerse un lugar y entonces se convierten en rebeldes clandestinos: por ejemplo, pueden parecer estar de acuerdo con todo lo que dice o decide su pareja, pero reniegan a sus espaldas con su mejor amiga, o espían los celulares o los correos, o salen con amigos a horas en que el esposo o esposa no se entera. Y en los casos más extremos incluso pueden llegar a tener romances secretos.
Y hay otras personas que ni expresan, ni confrontan, ni se esconden, ni hacen nada a escondidas. Son quienes se tragan sus deseos y pensamientos. Pero aun en su caso, la libertad se abre camino por la única rendija que le queda: la fantasía. Ahí nadie puede someterlos a nada. Ni ellos mismos. Porque aunque repriman lo que piensan, se asomará esa libertad de pensar, desear y hacer lo que quieran, en forma de sueños, donde vivirán las historias que no se permiten en la vida real.
Pensar en que la libertad no se acaba puede poner nerviosos a quienes creen que necesitan un candado para que la relación funcione. Pero es todo lo contrario. Uno no se queda porque no le queda otra, sino porque eso es lo que quiere y es la persona a quien eligió y ama.
La promesa rara vez es más poderosa que el corazón, sin importar que sea un juramento ante la ley o ante
Dios. Lo demuestran la historia y tantas estadísticas sobre divorcios. El matrimonio no impide la infidelidad. Lo que protege al matrimonio es la elección diaria de dedicarle el corazón y el tiempo a esa persona con quien estás, y no a otra. Y lo poderoso, y a la vez frágil de la libertad, es que ambos la tienen: él y ella.
Algunas personas inseguras y nerviosas sienten que su pareja tiene más libertad que ellas, pero no es verdad. Ambos son igualmente libres siempre. Y eso es parte del encanto del amor. ¿Queremos a alguien que se queda con nosotros, porque ya lo prometió o porque es su libre elección? La mayoría de nosotros queremos a alguien que cuando nos diga que nos ama le nazca del corazón.
Controlar solo sirve para que las cosas parezcan, no para que sean. En lugar de exigir a nuestras parejas demostraciones de amor, es preferible darles espacio para que lo expresen. Y lo mismo va para él. Si cuida lo que sentimos por él, entonces nos inspirará a amarlo con alegría, ternura y entrega. No con resignación.
Y si decide irse o nosotros decidimos irnos, es también parte de la libertad. Puede ser lo que tenía que suceder. Que se vaya quien se quiera ir y cada quien encuentre a alguien que libremente quiera estar con nosotros. Porque ese alguien llegará de todas maneras, si tienes el corazón abierto para recibirlo. Al corazón no lo doman las promesas. Pero quien ama nuestra libertad y nos deja ser, paradójicamente, nos atrapa.
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