En el bicentenario de las gestas de Junín y Ayacucho es inevitable preguntarse cuán comprendido, aceptado y compartido fue en ese entonces el conjunto de ideas y sentimientos que dio impulso a nuestra emancipación. Hay quienes dicen que el ideario independentista fue apenas asunto de minorías ilustradas. Lo dudo, pero pudiese haber sido así. Lo cierto es que inspiró la urdimbre de ideas, afectos y valores que se fue tejiendo durante los dos siglos de la República.
En el último lustro, el cortejo de dolor y muerte arrastrado por la pandemia, la corrupción, la inseguridad ciudadana y las deficiencias en la gestión de la cosa pública han dado lugar al descrédito de las autoridades, minado la confianza en nuestras instituciones e incidido en la polarización política. El tejido de significaciones y afectos compartidos que daba cierto grado de cohesión social y nos permitía imaginarnos como una comunidad se ha rasgado. A ello se suman los efectos de la globalización y del despliegue vertiginoso de la tecnología que trastocan la vida cotidiana y alteran los tiempos políticos minuto a minuto.
Asoman dos maneras de referirse a lo que nos está ocurriendo. Una, que pone énfasis en la implosión de las instituciones del Estado, considera que se trata de una crisis terminal de los valores republicanos. Otra sostiene que el vetusto tejido deshilachado ya cumplió su papel y que está emergiendo una sociedad con códigos sociales aún por definir. No se estaría viviendo una crisis terminal, sino más bien atravesando una difícil y complicada crisis propia de una transición adolescente.
Sería bueno que quienes así piensan en uno y otro lado se detuvieran para conversar y examinar qué los divide y cuánto de verdad pudiese haber en sus respectivas posiciones. El problema está en que aquello que Richard Hofstadter llamó “estilo paranoide” está rigiendo los discursos políticos e impidiendo los intercambios de ideas.
No se trata de un diagnóstico psiquiátrico, sino de una manera de ver la realidad social y política con una dosis tal de exageración, sospecha y desconfianza con respecto a quien piensa distinto, que otorga verosimilitud a las hipótesis conspirativas más descabelladas. Hay algo más grave: en determinadas circunstancias cualquiera de nosotros puede convertirse en un entusiasta practicante del “estilo paranoide”.
Arnold Kling plantea que los esquemas ideoafectivos, los lentes a través de los que se perciben los asuntos cruciales de la política, suelen distorsionar nuestra mirada de manera que las diferencias son vistas como una oposición dicotómica entre lo bueno y lo malo: quien privilegia el orden ve las expresiones de libertad como brotes anárquicos, quien valora la unidad ve el pluralismo como el camino hacia el caos, quien se inclina por el relativismo ve a quien no piensa como él a un absolutista y viceversa.
¿Crisis final del viejo orden republicano o transición adolescente? Así planteado pareciera que se trata de otra dicotomía. Valdría la pena pensarla como si se tratase de perspectivas complementarias. Solo así será posible ver a través de la bruma de la polarización, la desconfianza y la desesperanza.