El nuestro es un país que nació centralista, pero como es ordinario que la concentración de poderes en un solo lugar o en unas mismas personas genere descontento entre los excluidos y abusos de los favorecidos, a lo largo de nuestra historia republicana se ha intentado, en más de una vez, instaurar reformas o programas descentralizadores. Todos han fracasado en mayor o menor medida, aunque en el último, todavía en marcha, podemos procurar mejoras que lo saquen de su marasmo.

La descentralización actual, iniciada hace dos décadas, tiene el defecto de que, en el terreno fiscal, ha descentralizado el gasto, pero no la recaudación de los tributos, que en su casi totalidad sigue en manos del Estado central. La mayor parte del presupuesto de los gobiernos regionales proviene, así, de transferencias del Gobierno Central. Cuando no se da una coincidencia entre la unidad que recauda los tributos y la que ejecuta el gasto, no se crea responsabilidad fiscal, puesto que quien gasta no es consciente del esfuerzo que supone recaudar el dinero; no conoce la identidad de los contribuyentes ni las dificultades que padecen para mejorar su economía.

Cuando dicha coincidencia sí ocurre, es más fácil anticipar los ciclos de expansión o penuria fiscal, y la rendición de cuentas de quienes gastan los recursos, frente a quienes los aportan, surge casi naturalmente.

La experiencia de descentralización más prolongada e importante que tuvo el Perú padeció del defecto inverso. En el sentido de que se descentralizó la recaudación de los tributos, pero los gobiernos regionales quedaron prácticamente sin iniciativa de gasto. Ello sucedió entre 1886 y 1920, cuando rigió la descentralización fiscal implantada por el gobierno de Andrés Avelino Cáceres, después de la Guerra del Salitre. En cada departamento una junta departamental elegida por los vecinos, en la que se integraba el prefecto nombrado por Lima, organizaba la recaudación de impuestos y realizaba el gasto, siguiendo una lista de prioridades que comenzaba con los sueldos de las autoridades, policías, jueces y fiscales, continuaba con el sostenimiento de la instrucción primaria, seguía con la conservación y reparación de los caminos y puentes, y terminaba con los gastos de la cobranza y defensa judicial de los ingresos departamentales. Si, tras ello, quedaba todavía algún dinero, podían atenderse los gastos de la educación secundaria, el cuidado de la salud y la construcción de nuevos caminos y puentes en el departamento.

Muy pocos departamentos lograban cubrir siquiera el ramo del gasto obligatorio, y necesitaron transferencias del tesoro central. La descentralización fracasó por ello, por la falta de entendimiento entre las autoridades despachadas por Lima (prefectos y subprefectos) y las locales, y la falta de libertad de las juntas para crear nuevos impuestos o alterar la prioridad en el gasto. El programa actual pareciera padecer del defecto de que los gobiernos regionales no hacen el esfuerzo de recaudación, pero sí disponen de mayor libertad para diseñar sus prioridades de gasto.

No es fácil remar contra una corriente de siglos de centralismo y toca ser pacientes con una reforma que, bien ejecutada, debe llevarnos a un país más democrático y con una mejor cohesión nacional.

Carlos Contreras Carranza es historiador y profesor de la PUCP

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