Richard Webb

Un problema central de todo gobierno es la necesidad de decidir, casi a diario, entre el beneficio de una modificación de las reglas o instituciones, y el beneficio de la estabilidad normativa. El cambio normativo, por definición, implica una desestabilización –una movida de piso– que se suma a las múltiples movidas que se producen a diario en la economía y en la sociedad del mundo moderno, y que multiplican el reto de sobrevivencia para todo trabajador o productor de la economía. Incluso antes del aporte desestabilizante de los políticos, el mundo vive una inestabilidad enorme creada por la rapidez del cambio tecnológico, la continua reubicación de la población, la creación de nuevas instituciones y la fuerza competitiva interna y externa.

En un mundo con harta pobreza y débil institucionalidad, la presión política reclama a los gobiernos que aceleren el cambio y la solución de una multiplicidad de problemas, generando así una presión continua que se traduce al final en un alto nivel de creatividad legislativa. A todo este movimiento se suma un sistema político que define el éxito casi como sinónimo de cambio continuo de las leyes y los reglamentos, además de la creación de nuevas instituciones públicas. De esta manera, la sobrevivencia política termina definiendo la estabilidad en las normas e instituciones como un fracaso.

Uno de los aspectos más impresionantes de la historia de la economía peruana durante los últimos dos siglos ha sido la evolución que se ha producido en cuanto a los riesgos de inestabilidad e inseguridad, riesgos que siguen siendo muy grandes –en parte por la creatividad normativa–, pero que han evolucionado enormemente durante la República.

Durante las primeras décadas de la República, el comercio interno de mercaderías dentro del país enfrentaba un alto costo de prevención o pérdida por el robo armado que existía en los caminos. El mero traslado entre Lima y el Callao suponía un alto riesgo –y costo– de sufrir un asalto. Incluso el viaje por la Panamericana de Lima hasta Ica implicaba trepar los cerros ubicados antes de Pucusana, donde las curvas y el muy escaso tráfico favorecían los asaltos. De manera más general, la economía de la recién nacida república vivió casi un siglo entero de extrema vulnerabilidad en un contexto de continuo cambio y guerra política, a todo lo que se sumó finalmente el conflicto con Chile. La inestabilidad general –es decir, la falta de “piso”– durante ese primer siglo de la República probablemente fue la causa de nuestro crecimiento productivo limitado.

La necesidad de estabilidad, o “piso”, para el buen funcionamiento de la economía ha tenido distintas caras a lo largo de nuestra historia, evolucionando desde su carácter casi primitivo –hasta se podría decir de vida o muerte– durante el primer siglo de nuestra República al carácter más bien normativo o legislativo que tiene actualmente. Aunque, más que evolución, deberíamos hablar de una continuidad en cuanto a la presencia de la inseguridad económica, a pesar de que se siguen produciendo cambios en la forma de esas inseguridades con el surgimiento reciente de la economía ilegal. Al final, las distintas ilegalidades conforman una economía con altos riesgos –para sus participantes y para la sociedad en general– cuyo efecto final es la continuación del riesgo –o la falta de piso– que tanto nos caracteriza.

Recuerdo mi primer aprendizaje de la economía campesina en Puno en el que conversé con un estudiante que había vivido en una comunidad campesina ubicada cerca del lago Titicaca. Le pregunté cuál era el ingreso de las familias que había conocido. “No tengo idea”, me respondió. “He vivido con ellos tres años, pero me fue imposible descubrirlo”. Los comuneros sabían cuidar su piso.


Richard Webb es economista

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