Hay un efecto producido en el cuerpo (entre reconfortante, reparador y meramente placentero) que ocurre como consecuencia de la ingesta de líquido y azúcar al mismo tiempo. Se puede corroborar de múltiples maneras, pero ponerlo en práctica en una playa de nombre Agua Dulce –quizá el destino veraniego más concurrido de la costa peruana– bien puede ser un acto que bordea lo poético.
Dicho fenómeno puede alcanzar picos de inmenso deleite cuando se suma a la ecuación una variable determinante: la temperatura. No son pocas las generaciones de limeños que vienen confirmando esta teoría verano a verano, so pretexto del calor.
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Refrescos, raspadillas, “marcianos”, adoquines y otros antojos fríos forman parte del menú recurrente del playero local desde la segunda mitad del siglo XX. Pocos, sin embargo, han podido competir con la verdadera estrella del show: el helado.
Hacia 1976 -fecha en la que el lente de El Comercio capturó esta escena en la mencionada playa barranquina- era habitual que las carretillas de heladeros entrasen hasta la orilla, cargados de conos, paletas y demás creaciones de crema o de hielo.
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No faltaba, por supuesto, la oferta ambulante en cajitas de tecnopor; pero eran las heladerías móviles con su característica corneta (tradición que data de 1897, cuando un italiano de nombre Pedro D’Onofrio comenzó a vender sus helados en el Perú) las que indicaban que el verano había llegado para quedarse. La felicidad era completa, hasta el último rayo de sol.
Diseño: Armando Scargglioni
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