Mónica Muñoz-Nájar

Si usted sigue la economía peruana de las últimas décadas, sin duda ha notado cómo conviven una notable estabilidad macroeconómica con una serie de problemas estructurales profundos e inatendidos.

Esta dicotomía se repite en varios ámbitos: dentro del territorio, entre distintos sectores y por niveles de productividad, tal como lo evidencia el recientemente presentado estudio “Diagnóstico de país del sector privado: creando mercados en el Perú”, del Banco Mundial. En este, se señalan varios ejemplos que ilustran las disparidades. En el ámbito de los ingresos de las personas, mientras las regiones más prósperas como Lima, Moquegua y Arequipa tienen un PBI per cápita cercano al promedio de América Latina y de Asia del Este, las regiones más pobres tienen niveles más cercanos a los de Asia del Sur y África Subsahariana.

En el sector privado se reproducen algunas brechas: las empresas más grandes se encuentran desproporcionadamente en Lima, incluso cuando se revisa esta información por población, y en la mayoría del país (17 regiones) no se encuentra ni el 1% de la cantidad de empresas grandes a escala nacional. Asimismo, hay una relación entre el tamaño de la empresa y la productividad: las empresas más grandes son 16 veces más productivas que las microempresas en el Perú.

El informe del Banco Mundial también encuentra que los sectores más productivos como la minería, energía y manufactura solo absorben el 9% del empleo total, mientras que los sectores menos productivos, que emplean la mayor parte de la población, se caracterizan por ser informales en mayoría.

La informalidad es un problema persistente que nos acompaña décadas y, a pesar de nuestros buenos resultados en la macroeconomía y los significativos avances en reducción de pobreza, somos uno de los países más informales de América Latina. El Perú tiene una informalidad cercana al 72%, nivel en el que nos encontramos desde hace 10 años (con excepción del período inmediatamente posterior a la pandemia en el que la informalidad creció de manera importante), situando a millones de peruanos en un mundo laboral al margen de las disposiciones legales y sin protección social.

Esta informalidad se distribuye de forma desigual en el territorio, ya que, según el último reporte de empleo a escala nacional del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), en las zonas rurales alcanza más de 90%, y en las zonas urbanas, el 66%. Incluso en las ciudades se presentan diferencias significativas, pues en Pucallpa, Ayacucho, Tacna e Iquitos la informalidad supera el 70%; mientras que Arequipa, Moquegua e Ica presentan menores tasas de informalidad, de alrededor del 57%.

Aunque prácticamente en todos los ámbitos la informalidad aqueja a más de la mitad de la población, es innegable que son distintas las posibilidades de desarrollo allí donde cuatro de cada 10 trabajadores son formales, comparado con las zonas en las que prácticamente todos los trabajadores son informales. Si a esto se suma que en las zonas donde hay menos informalidad relativa se encuentran la mayoría de empresas grandes y más productivas, entonces observamos la concentración de condiciones ventajosas para los trabajadores solo en algunas zonas del país.

Son muchas las mejoras que se tienen que hacer para poder revertir el problema de la informalidad, pero todos los caminos deben pasar por el aumento del nivel de productividad de los trabajadores en el Perú, el cual en el 2021 se encontraba, según la Organización Internacional del Trabajo, en menos de la mitad que la productividad de países como Chile y Argentina.

Nuestra baja productividad laboral no tiene que ver con una falta de esfuerzo colectivo, sino con los bajos niveles de tecnología y capacitación en las empresas, así como la mala calidad de nuestros sistemas de educación y salud, además de la inexistencia de un verdadero sistema de protección social. Un trabajador educado en un sistema deficiente, que no puede atender sus problemas de salud y trabaja en ambientes inadecuados usando técnicas básicas, no producirá lo mismo que un trabajador que no enfrente estas dificultades.

Así, el remedio a la productividad pasa por la mejora del nivel educativo, la calidad y cobertura de los servicios públicos, desarrollar infraestructura, incentivar la adopción de nuevas tecnologías y la formación laboral continua, entre otras medidas. Esas son las reformas en las que no podemos permitirnos retroceder, pues son los cimientos de cualquier avance que se quiera hacer.

Sin mejorar la productividad de los trabajadores peruanos, no lograremos salir del podio de los más informales del continente y seguiremos teniendo niveles significativos de pobreza e ingresos bajos, no lograremos desbloquear nuestro verdadero potencial económico y los logros en la solidez macroeconómica se irán diluyendo.

La informalidad es sinónimo de pobreza y desigualdad. El antónimo de la informalidad es la productividad. Esa es la dirección que debemos seguir.

Mónica Muñoz-Nájar es economista de la Red de Estudios para el Desarrollo (Redes).