Solo la muerte logró separarlos. No vivieron juntos, no se casaron, no tuvieron hijos; pero tuvieron un vínculo mucho más fuerte que el de la sangre o un contrato marital: era el ímpetu por la escritura y el conocimiento lo que los unió por cincuenta años. “Su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá. Así es; ya fue hermoso que nuestras vidas hayan podido estar de acuerdo durante tanto tiempo”, dijo la filósofa francesa Simone de Beauvoir (1908-1986) sobre el amor más largo de su vida, el también filósofo Jean Paul Sartre (1905-1980).
Un 15 de abril de 1980, el día de la muerte del existencialista en el hospital Broussais de París, después de beber algunos vasos de whisky, Simone rogó por estar a solas con el cuerpo inerte de Sartre. Quiso ingresar bajo las sábanas que lo cubrían para acostarse a su lado pero se lo impidieron: “No, cuidado… la gangrena”, advirtió la enfermera. Entonces, solo se recostó sobre la sábana y durmió con él hasta que se lo llevaron. Así relata De Beauvoir, con dureza y realismo, las últimas horas y años de vida de Sartre en La ceremonia de adiós publicado al año siguiente de la muerte del filósofo. Esta fue la única publicación de Simone que no pasó por la mirada exhaustiva y crítica de Sartre, una costumbre que mantuvieron fervientemente en esas cinco décadas.
Nada de lo que escribiera alguno de los dos podía ser publicado sin antes ser revisado por sus ojos: “He aquí el primero de mis libros ––sin duda el único–– que usted no habrá leído antes de ser impreso. Le está enteramente consagrado pero no le atañe. Cuando éramos jóvenes y al término de una discusión apasionada uno de los dos triunfaba con brillantez, le decía al otro: lo tengo en la cajita. Usted ahora está en la cajita; no saldrá de ella y no me reuniré con usted: aunque me entierren a su lado, de sus cenizas a mis restos no habrá ningún pasadizo…”, escribió la francesa en ese libro.
Los enterraron juntos como decretó la pareja, y entre sus dedos Simone llevó un anillo especial, tal como lo exigió, era un obsequio del escritor estadounidense Nelson Algren, uno de sus más apasionados amantes.
Los incomprendidos de París
Jean Paul y Simone no fueron la pareja típica sumida en la pasión exagerada y dolorosa como se suele idealizar a las parejas de intelectuales o artistas como Silvia Plath y Ted Hughes o Frida Kahlo y Diego Rivera. Los franceses se amaron, sí, y se respetaron bajo los mismos ideales de la revolución francesa: la igualdad, la libertad y la fraternidad. No podían caer en lo que tanto criticaban: una unión burguesa como el matrimonio que se ciñe a un patrón patriarcal, la monogamia y la fidelidad.
Así lo contó Simone en el documental “No se nace mujer” de Virginie Linhart: “Habíamos decidido que viviríamos nuestras vidas juntos, pero en absoluto, ciertamente, nunca se trató de hacerlo bajo la forma de un matrimonio. Personalmente no me apetecía mucho, pero sobre todo sabía que a él le apetecía menos que a mí porque ya lo de ser profesor y tener un superior no le gustaba, y ser un hombre casado le hubiera gustado menos aún. Y como no queríamos hijos, y no es que no me planteara a los 17 o 18 años tener un matrimonio burgués, no le hacía ascos en principio a tener hijos, pero en el tipo de vida que quería llevar, donde tenía que ganarme la vida, por una parte, y escribir por otra, no cabían hijos”. Estas decisiones fueron parte los sus principios que rigieron sus vidas.
Los amores contingentes
Actualmente, hablar del poliamor está sobre la mesa, pero pensemos en la primera mitad del siglo XX y siguientes décadas, eran la pareja incomprendida del barrio de Montparnasse. Mujeres y hombres, parejas ocasionales, pasaron por la vida de ambos. Los llamaron los amores contingentes, aquellos satélites que los rodeaban pero no se convertirían nunca en un amor esencial, para eso estaban ellos. Lo de ellos era un para siempre.
En varias oportunidades la aparición de nuevas cartas y biografías han conmocionado a los lectores y seguidores de ambos personajes, especialmente los detalles de sus amoríos o conflictos que se pudieron tejer a su alrededor pues, aunque las licencias estaban claras, los celos no se descartan en esta relación. Los medios de comunicación también tienen los ojos abiertos antes posibles novedades de la vida de ambos, como en 1990 con la aparición de nuevas cartas de Simone de Beauvoir. En el artículo “El testimonio de un siglo” publicado en El País, Rafael Conte trata de describir a los amores contingentes aunque se lea un poco enredado: “Jacques-Laurent Bost fue uno de los primeros discípulos de Sartre y uno de los primeros amantes masculinos de Simone de Beauvoir, pero al final se casó con Olga Kosakiewicz, que había sido amada por Sartre. Mientras tanto, Wanda Kosakiewicz, también amada por el filósofo, o Simone Jollivet, ídem de ídem, funcionaban en torno a la pareja y otras mujeres aparecían en la vida de Simone -Sorokine, Louise Védrine-, Sartre se iba con Dolores Vanetti o con la exmujer de Boris Vian, Michèle. El novelista norteamericano Nelson Algren fue uno de los más duraderos amores contingentes de Simone, y al final, el joven Claude Lanzmann, discípulo de ambos y miembro de la redacción de su revista Los Tiempos Modernos, también amó a la escritora”.
Décadas después, en 2018, apareció una nueva correspondencia entre Simone de Beauvoir y Claude Lanzmann, cineasta con el que vivió durante ocho años. Y nuevamente los cuestionamientos a la pareja surgieron en forma de escándalo. La gente siempre estaba atenta a sus declaraciones. “Hoy en día tendemos a olvidar cuán glamorosos y famosos eran, como estrellas de cine”, comentó para la BBC la biógrafa y amiga personal de ambos, Claudine Monteil. “Tenían una reputación extraordinaria e iban por el mundo siendo recibidos como cabezas de Estado”. Monteil es una de las fundadoras del movimiento de derechos de las mujeres en Francia y los conoció en su juventud. “Para mí eran la mejor pareja del mundo”, declaró.
Pero las polémicas alrededor de la pareja continuaron tras la muerte de Simone. Algunas versiones sorteaban la posibilidad de una separación definitiva antes de la muerte de Sartre. Otra, que la autora del El segundo sexo no toleraba ver la decadencia física de su compañero en el último año de vida. Sin embargo, quedan por sobre todo las cartas de amor, como las que se escribieron con ternura y devoción en 1940: “Hasta la vista querido pequeño ser; el sábado estaré en el andén y si no estoy en el andén estaré en la cantina. Tengo ganas de pasar unas interminables semanas a solas contigo. Te beso tiernamente. Tu Castor”, firmó Simone de Beauvoir, con el apodo que cariñosamente usaba Sartre para ella. Y Sartre le respondió: “Hasta pronto, dulce pequeña, mi pequeña querida. Aquí tiene una carta bien larga y ni siquiera le he contado mi vida. Pero es que no hay nada que decir. Usted vive por mí. Hasta mañana, mi pequeña flor, la aprieto muy fuerte entre mis brazos”.
El mundo no estuvo ni está preparado para comprender una relación como la suya, construida bajo la premisa de amar a otros sin dejar de amarse.
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