Queremos tanto a Serge
Queremos tanto a Serge

Por Ricardo Hinojosa Lizárraga

La habitación está llena de humo. Tras las sombras que este deja suena un pianoque encuentra en sus teclas la vehemencia de interminables madrugadas. Un hombre canta y agita e incendia; habla y seduce o enturbia. Cuando el ambiente parece despejarse, sus dedos aprietan y su boca chupa un Gitanes, ahumando la habitación nuevamente. Llenándola de piano, de rebeldía, de erotismo. Llenándola, en fin, de sí mismo. El rostro de este hombre es una playa triste, y bajo su piel están la música y la voz, el tabaco y el alcohol. Compuso más de 600  canciones, editó 17 discos, dirigió cuatro películas, sostuvo más de 30 años de carrera y extendió durante 86 soles con sus lunas su legendario affaire con Brigitte Bardot, amén de otras conquistas. Fumaba cinco paquetes de cigarrillos al día. 
    Por eso, en esta habitación, el humo continúa ocultando al hombre y el piano sigue sonando. Más o menos como hasta hoy, 25 años después de que uno de sus varios infartos se convirtiera en el último. Después de todo, desde que en 1973 tuviera el primero decidió seguir fumando, con una autodestructiva naturalidad que solo hubiera comprendido Ribeyro. Sin embargo, la muerte sería piadosa con Serge Gainsbourg (nacido en París como Lucien Ginsburg en 1928): evitó que siguiera envejeciendo, demacrándose, bebiéndose, fumándose en canciones, en los silencios de los tercos amaneceres que lo encontraban deambulando ebrio. La muerte le evitó, quizá, cinco infartos más, un cáncer al pulmón o una cirrosis que hubieran sido consecuencias normales de su estilo de vida. O, mejor dicho, de su estilo de matarse lento. La muerte lo convirtió en leyenda una vez que Francia ya lo había odiado lo suficiente y amado apenas, a pesar del aplauso. Es fácil oírlo aún y repasar sus canciones en las que el pop, el rock, el blues, el jazz, el funk y hasta el reggae se regocijaban juntos y escandalosos, convirtiéndose en banderas de inconformidad, rebeldía y sedición. Es fácil oírlo aún —siempre—, ya lo decía. Lo difícil es imaginarlo vivo, a los 88 años que hoy cumpliría, cantando ante multitudes, como un Charles Aznavour que sigue en pie de guerra —y que siempre representó la corrección ante la incontrastable bohemia de Gainsbarre—. Me es difícil imaginarlo vivo todavía, aunque alguna vez haya dicho que “la fealdad tiene algo de superior a la belleza: dura más”.
    En la habitación del humo y las canciones él sigue cantándole a la bebida (“L’alcool”), a la vida bohemia y libertina (“Les femmes des uns sous le corps des autres”, “Las mujeres de unos bajo el cuerpo de otros”), la monotonía de ciertos trabajos (“Le Poinçonneur des Lilas”, “El revisor —de la estación— de Lilas”), a la Lolita nabokoviana (el álbum "History of Melody Nelson") o a la memoria de escritores como Prévert, Victor Hugo o Nerval. Él sigue cantando como le enseñó a hacerlo, alcoholizados frente al alba, el genial Boris Vian. 

—Tras el humo fabuloso de tu cancionero—
“Me dijo que un día se haría pegar las orejas y se reharía la nariz. Con las chicas no se atrevía a hablar”, cuenta un compañero de los años escolares del cantautor en Elefantes rosas, la biografía del artista recientemente publicada por el español Felipe Cabrerizo, para quien Gainsbourg es “el mejor compositor europeo del siglo XX”. Sin embargo, ese joven retraído a causa de su evidente fealdad física convertirá su talento en su mayor arma de seducción, hasta llegar a transformar su ganada seguridad en ostentosa soberbia. 
    Nana Mouskouri, Petula Clark, Marianne Faithfull, France Gall y Juliette Gréco cantaron sus canciones, y, en casos como Gréco, podría decirse que también las susurraron junto a él. El epítome del dandy desaliñado dejó la pintura, el primer arte que verdaderamente amó, por el piano, la guitarra y la chanson, el género musical que cultivó inicialmente, a pesar de que luego hallaría caminos rítmicos más diversos y originales, eso sí, no siempre bien recibidos por un público —cuándo no— ávido de éxitos fácilmente tarareables. “Era un personaje trágico, solitario, noctámbulo, adicto al alcohol y al tabaco, con una vida de excesos y que vivió en constante frustración. Pero, por encima de todo, era un magnífico compositor, una de las figuras fundamentales de la música francesa del siglo XX”, dijo en una reciente entrevista Cabrerizo, redondeando la leyenda. 
    Porque a Serge Gainsbourg no le bastó la pasión junto a Brigitte Bardot —y muy a pesar del esposo de esta, el multimillonario Günter Sachs—, sino que, poco tiempo después, se enamoró de una joven actriz británica llamada Jane Birkin. Estuvieron juntos más de una década. En 1973 Roger Vadim reunió a las dos bellezas en el filme 
Si Don Juan fuese mujer. El Gainsbourg voyeur fue feliz. 
    Fue la Bardot quien le pediría que le dedicara “la canción de amor más hermosa del mundo”, y obtuvo “Je t’aime... moi non plus”, quizá su más célebre composición que, aunque vetada en muchos países, obtuvo la publicidad cómplice —y, por supuesto, involuntaria— del papa Paulo VI al censurarla. 
    El 25 aniversario de la muerte del gran Gainsbourg ha merecido una muestra fotográfica en la Galerie de L’Instant de París y la revelación de una placa en su honor en la rue Chaptal, donde pasara parte de su infancia. Jacqueline y Lilliane, sus hermanas, de 89 y 88 años respetivamente; Charlotte —su hija, la actriz fetiche de Lars von Trier—; y Jane Birkin, su gran amor, estuvieron presentes. En 25 años de ausencia, Gainsbourg ha demostrado, felizmente, ser bastante más trascendente que el protagonista de su célebre, hermosa “La Javanaise”: ese que, como decía la letra, solo amábamos mientras duraba la canción. 

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