Febrero Lujuria
Febrero Lujuria
Christian Reynoso

La noche llegó a Lago Grande. Los focos de neón se encendieron y la Parada de Danzas continuó como si la noche, invisible, con el tul de la complicidad, pasara de largo, desapercibida, sin captar la atención de los espectadores. Los trajes de luces cambiaron de color con el reflejo neón, y el mareo nocturno empezó a sentirse: dios, prístino, con sabor a eternidad.
     De pronto, en ese vaivén festivo, sin que nadie se diese cuenta aparecieron ante el palco oficial los sicuris del barrio Mañazo: caramelo dulce, cerveza dorada, tufillo de amanecida, caldo de cabeza. Formados en media luna soplaron las zampoñas de seis y siete cañas produciendo un diálogo musical entre sus soplidos, pregunta respuesta pregunta respuesta y las melodías del sicu cobraron vida. Y, al centro, marcando el ritmo, se escuchó el sonido del bombo y la tarola; y todos, con pasitos ligeros, envueltos en la música, se perdieron entre los danzarines. Es que en Mañazo no hay fórmulas creadas. La libertad es el alma y esencia del conjunto y cada quien baila a su manera desplegando el paso del sicu, que es una mezcla de movimientos entrecortados con grácil compás y furor exorcista. Y los disfraces, de todo y nada, extraños, coloridos, vibrantes. Y eso es Mañazo, ¡un caso!, como gritan a viva voz. A su paso fueron aplaudidos por los espectadores y queridos por la tradición y fiesta que irradiaban. Y ahí estaba Paco Macedo, alto, fornido, bruto, con el bigote rubio y disfrazado de vikingo; y más atrás, sin respiración y con la cara morada del cansancio, el poeta Aramayo con su traje de diablo caporal; y a su lado, el indio Tomaylla con su largo cabello negro, vestido de piel roja y ondeando amenazantes hachas; y metros más allá, la chica Santisteban con su paso elegante y sonrisa a flor de piel que miraba al flaco Zea, y él, que bailaba y saludaba a la gente, chino de risa y tropezándose en sus pasos; y al final del conjunto, los espectadores se contagiaron del ritmo y se unieron a la fiesta, entusiastas, sibaritas, sin disfraz, con botellas de cerveza a la mano y cigarrillos a la boca. Recordaron al Volvo Montesinos, el china diabla de cabello amarillo rizado, impetuoso, jacarero y excéntrico que nunca dejaba de bailar; y a Tufo, su perro. ¿Y dónde estaban? ¿En el cielo, en el infierno o en Mañazo?; y él, el Volvo que venía siempre al último, bailando solito, con los labios pintados, pícaro, moviendo la carterita, levantándose la falda y alejándose cada vez más del conjunto, los miró desde la muerte en su guarida de Huajsapata y rio, ebrio y feliz, y se rascó la panza, y les dijo: ¡salud! Y nadie dejó de bailar porque Mañazo seducía, emborrachaba y liberaba; y, de pronto, en el frenesí del sicuri, llegaron a una esquina y se perdieron, se equivocaron y cambiaron el curso de su recorrido; ya nadie supo adónde ir, y empezaron a regresar por donde habían venido, atropellando a los contrarios y qué importaba dijeron, si con Mañazo no había caso, y nuevamente el repique de la tarola ametralló y los sonidos de las zampoñas emergieron desde las gargantas: saliva dulce, ron con Coca-Cola, bolita de coca, mamita Candelaria, Mañazo, Mañazo, energía del diablo, latido del corazón.
     No fue tan difícil encontrar a los sicuris Mañazo como en un comienzo pensó Lizandro. Dejaron atrás la casa de Charlie y empezaron a caminar por en medio de las dos murallas de espectadores, en sentido contrario a los conjuntos que pasaban. Llegaron a la Plaza de Armas, cruzaron el pasaje Lima y estuvieron en la plaza Pino. Allí averiguaron que hacía rato que Mañazo había aparecido por allí, bailando frente al palco oficial y que nadie sabía muy bien qué había pasado, pero que ya no siguieron para adelante, sino que decidieron dar media vuelta. Entonces, con el pálpito de que algo había pasado, porque con Mañazo siempre las cosas eran inesperadas, siguieron la búsqueda en dirección al Arco Deustua. Otra vez preguntaron y, por fin, alguien les aseguró que en ese preciso momento Mañazo se encontraba camino a su barrio. Apenas los encontraron, sin pedir permiso a nadie, se metieron al conjunto y empezaron a bailar. Las zampoñas se escuchaban más fuerte y ya Lizandro tenía en la mano una botella de ron con Coca-Cola y Katherine, una botella de ponche. Y salud y salud les gritaron y tuvieron que beber a pico de botella y luego pasar las botellas a quien sea. Y, poco a poco, los danzarines, los sicuris y los simpatizantes se fueron separando. Tan solo Katherine y él, que no se habían soltado de las manos, lograron mantenerse juntos. Y, como si la ciudad, el cielo y el viento necesitaran escucharlo, empezó el canto de Mañazo.

Novela: "Febrero lujuria"
Autor: Christian Reynoso
Editorial: Matalamanga
Páginas: 412
Precio: S/.35.00

Vida & obra
Christian Reynoso (Puno, 1978)
Escritor y periodista. Ha publicado las novelas "Febrero lujuria" (2007) y "El rumor de las aguas mansas" (2013). Sus cuentos han aparecido en revistas y blogs, y forman parte de antologías, como la "Antología del cuento peruano 2001-2010". Es editor de la revista Espinela y culmina la maestría en Literatura Hispanoamericana en la PUCP.

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