En Madrid podría caer a las vías del metro y nadie se enteraría —digo mirando mis pulgares que cambian de color por el juego de luces de la fiesta. Los tacones de mis sandalias se han hundido por completo en el pasto.
—¿Por qué serás así? —me reta Luciana tomándome de la muñeca. Su vestido aperlado brilla igual que sus dientes al sonreír. Sus pecas minúsculas se perciben apenas bajo las capas de base y polvos que cubren su rostro.
He viajado a Lima por ella. Para verla salir de una iglesia barroca entrelazada del brazo de Julio y acompañada por las voces agudas de un coro de cámara femenino, aunque a veces siento que hoy solo seamos capaces de reconocernos a partir de escombros.
—Tu nona no envejece. Se ve igual desde que la conocí en tercero de primaria —suelto mientras la abuela de Luciana ingresa a la pista de baile.
—Ya sabes, el casino la mantiene viva. Oye, no te hagas la cojuda. ¿Te has levantado a alguien por allá?—pregunta mi amiga, acomodando los pétalos teñidos de azul que adornan el centro de mesa.
—Cosas de una noche, nada que importe.
Luciana se ríe de costado, de seguro mi nariz palpita, delatándome. Un ser humano nunca cambia la forma en la que miente, después de todo, es un mecanismo de defensa. Eso lo aprendí de la monja española que curaba cualquier mal con bolsitas de manzanilla en la enfermería del colegio. Luciana y yo teníamos catorce, y la monja nos sentó en la misma camilla después de que mancháramos con gotas de sangre las baldosas del tópico de secundaria.
“¡Fue un accidente!”, aullé. El agua oxigenada desinfectaba mi piel y la hacía arder. “¿Y cómo me vais a explicar el abecedario de sangre que llevan ambas en los muslos? Tenéis la palabra mentira escrita en el rostro”, refunfuñó la monja presionando el algodón contra mis heridas. Tuvimos suerte de que no descubriera que aquellos tajos conformaban un anagrama de nuestros nombres fusionados. Lo grabamos en varios tamaños utilizando una cuchilla de tajador, justo antes de salir al recreo. Pensamos que la sangre brotaría de inmediato, acompañando cada incisión de un dolor agudo. Sin embargo, el inicio del dolor es sorpresivo. Pasaron minutos antes de que me levantara de la carpeta y el líquido rojo empezara a deslizarse por mis pantorrillas y alcanzara las medias verde aceituna del uniforme. Luciana me miró aterrada, sabía que sus piernas serían las siguientes en desangrarse. Salimos del salón y nos encerramos en el baño para intentar detener inútilmente la hemorragia con lo que quedaba de un rollo de papel higiénico. Lo siguiente éramos Luciana y yo con las piernas vendadas, contemplando cómo se oscurecía la sangre sobre las mayólicas de la enfermería. Nunca confesamos que se trataba de un pacto que yo había visto en una película acerca de brujas adolescentes. Ni siquiera cuando llegó la psicóloga del colegio. La mujer cerró la puerta, sacó una agenda telefónica de su maletín de cuerina y nos interrogó con la amabilidad ficticia de una madrastra. Mis fosas nasales se agitaban igual que peces en la orilla, el rostro de Luciana enrojecía con cada acusación. “Chicas, es mejor decir la verdad. No hay secretos para dios. ¿A quién se le ha ocurrido esto? Si esas letras poseen algún significado, estamos hablando de algo muy oscuro”, masculló la monja señalando un cuadro despintado de la Ascensión de Cristo que colgaba de la puerta. Todo era mi culpa. Yo era la persona oscura, la adolescente perseguida por el perro de ojos negros. Sin embargo, cuando intenté confesar, mi amiga sujetó mi meñique con tanta fuerza que comprendí que no me dejaría sola. Nos quedamos en silencio, entrelazando los dedos, hasta que un accidente en la pista de atletismo se convirtió en nuestro ticket de salida.
—Necesito pruebas. Nombres. Nacionalidades —exige Luciana mientras rellena mi copa de champagne. Lleva un peinado similar al que se hacía para los quinceañeros. Uno que cubre las entradas de su frente gracias a un cerquillo milimétricamente planificado.
El alcohol agudiza mi posición de observadora. [...] Julio se acerca a la mesa ajustando el nudo de su corbata; se sienta al lado de Luciana y le acaricia la parte exterior de la mano con el pulgar. “Vamos a bailar”, dice, y se lleva a la novia al centro de la fiesta. Pido un vodka y lo seco con urgencia. Envidio la manera en que Julio y Luciana son capaces de huir el uno en el otro. Tal vez se trate de ese escape compartido que todos perseguimos y que nunca he tenido. Ese que está en las series y las películas, y al que me aferré tantas veces de adolescente cuando las cosas andaban mal. Rewind y play. La escena entre Molly Ringwald y Andy McCarthy que grabé de un especial de John Hughes en el canal retro. Ella de rosa, él de smoking, besándose bajo la noche brumosa de Illinois. Mis ojos exaltados que vampirizan las imágenes hasta desgastar la cinta, hasta que me vuelvo un personaje que observa entre los árboles y puede evocar la escena como un recuerdo propio. Rewind y play para no sentir, para no pensar.
Rewind y play ese sábado en que el abuelo empezó a morir. Ese día de otoño en que soltó la noticia con un vaso de whisky entre los dedos que goteaba sobre el mantel de la mesa. Yo me encontraba del otro lado del salón junto a mi prima menor. Abríamos y cerrábamos, una por una, las matrioskas que coleccionaba la abuela, formando un ejército femenino sobre el sofá. Yo nunca había escuchado el nombre de esa enfermedad. Los abuelos de mis amigas morían de cáncer o de un ataque al corazón. Comprendí que se trataba de algo grave cuando vi a mi madre frotándose los ojos con la manga de una blusa de lunares blancos que nunca más volvió a usar. “Así es la vida, todos nacemos marcados con fecha de expiración”, dijo el abuelo sujetando las manos temblorosas de la abuela mientras mi madre y mis tías llenaban la casa de preguntas. Me levanté del sillón, tomé a Romina del brazo y la guie por el pasadizo; las matrioskas más pequeñas rodaban por la alfombra persa de la sala. Nos encerramos en la habitación de los abuelos y encendí el televisor. [...]
“¿Macarena, estás bien?”, pregunta la abuela de Luciana sujetándome la mano. Me contemplo en el espejo instalado sobre el lavatorio de granito y hago un recuento de daños. He vomitado mis zapatos, mi pelo, la parte baja del vestido de gasa. Tengo el rostro lleno de rímel y el labial corrido. Yo, que nunca uso maquillaje, parezco un personaje de publicidad que concientiza sobre los peligros del alcohol. [...] Reconstruyo la madrugada a partir de imágenes inconexas. Allí estoy, con los tacones entre los dedos, brincando en la pista de baile junto a las chicas del colegio. No hay sonido en la escena. Allí estoy de nuevo, de la mano de un tipo en sus treinta, abandonando el tabladillo e instalándome junto a él, en la mesa más alejada de la recepción del matrimonio. Allí estamos, fumando a medias un porro que lleva camuflado en una cajetilla de Marlboro rojo. Me froto los párpados frente al espejo y descubro al hombre esperándome junto a la puerta del baño. Se llama Joaquín o Javier o Jorge. Recuerdo su barba rojiza raspándome los labios, su lengua porosa y tiesa dentro de mi boca. “Macarena, toma un poco de agua”, exige la abuela de mi amiga. Coloca un vaso muy cerca del lavatorio y me acomoda un mechón de pelo tras la oreja. Balbuceo que estoy bien y la obligo a irse. Mis ojos no se desprenden de los azulejos del piso, una mujer de vestido fucsia arrastra un pedazo de papel sucio con el taco de sus zapatos. Levanto la mirada ante el sonido de mi teléfono que se impone casi imperceptible sobre una bachata de Juan Luis Guerra. Lo tiene Joaquín o Javier o Jorge, quien me mira expectante desde el espejo. Mi cartera cuelga de su hombro derecho. Hace señas con las manos y le tiembla la pierna. Sé que podría irme con él y lograr que la pregunta de Luciana se responda a destiempo en otra latitud. Sí, Luciana. Me he levantado a alguien. Me lo he tirado sin remordimientos. Sin resaca moral, sin la vergüenza natural que me produce mi cuerpo. Esa que he sentido desde niña en los vestidores del club incluso frente a ancianas de tetas caídas y que no llego a comprender.
Presiono los párpados con fuerza porque solo con los ojos cerrados existe una tregua temporal y camino hacia la puerta. Joaquín o Javier o Jorge suelta una sonrisa chueca. Me toma de las manos bruscamente. Le sudan las palmas, le hierven los dedos. Lo beso sin tener nada que dar, igual que un robot que realiza una labor repetitiva y automática; utilizándolo como un placebo que sé únicamente empeorará aquel dolor que se rehúsa a dejarme.
SOBRE LA AUTORA
María José Caro (Lima, 1985). Es comunicadora social. Ha estudiado en la Universidad de Lima y en la Complutense de Madrid. El 2012 publicó “La primaria”, una colección de cuentos. “Perro de ojos negros” es su primera novela.
Sobre el libro
Editorial: Alfaguara
Páginas: 103
Precio: S/ 39.00