"Bienvenido, Bob", por Jerónimo Pimentel
"Bienvenido, Bob", por Jerónimo Pimentel
Jerónimo Pimentel

El Premio Nobel otorgado a ha generado una multitud de reacciones, muchas de ellas extremas. Este es un resumen de las posiciones en discordia:

+ Los puristas. Sostienen que la música no es literatura. Pueden o no apreciar el valor lírico de Dylan, pero ello no está en discusión, sino los límites genéricos de ambas disciplinas. La verdad es que se sienten, con razón, atacados. Lo que el Nobel de Literatura ha puesto en cuestión es cómo la industria cultural segmenta su campo, es decir, ha puesto en peligro no solo el canon, que ya poco importa, sino el sistema de referencias que lo construye: el consenso de los especialistas, la validación social de la creatividad literaria y, por supuesto, el rol de los agentes encargados de cosechar las repercusiones del juego. No es una sorpresa que mucha de la resistencia provenga del gremio afectado: escritores profesionales, críticos y editores. Una cosa es el gusto, otra la billetera.

+ Los integrados. Celebran el premio como propio, lo que siempre es un poco extraño. Sostienen que la historia de la poesía y la música es una sola y citan a Safo, haciéndose literalmente los suecos. Ven en el triunfo de Dylan el derribo de la última barrera entre la alta y la baja cultura, brindan por Eco y sostienen que las letras del norteamericano, bien traducidas, pueden resistir la comparación con la obra de cualquier poeta de su generación (pero no dicen cuál). El aplauso popular legitima esta posición, que sin embargo es sospechosa. Nadie que conozca la obra de Simic, Ashbery, Glück, Muldoon o Prynne puede sostener un disparate así sin ruborizarse. Eso no es culpa de Dylan. Él encuentra en la composición musical los recursos que los poetas deben hallar en las palabras. La argumentación, así, se vuelve un poco ridícula, pues que Bruce Springsteen sea un storyteller no lo equipara a Cormac McCarthy ni los valores musicales de Martín Adán lo convierten en un conciertista de piano. La música es, en esencia, un arte escénica, performativa.

(Ya coqueteando en las fronteras, sería interesante que alguien tome en serio los intentos musicales de Verástegui y Pancorvo, por citar dos ejemplos peruanos, y trate de entender su sitio artístico).

+ Las viudas de Roth. No lamentan el Nobel a Dylan ni lo que ello implica, sino que por patrón estadístico Philip Roth, por ser un artista judío de la misma generación y nacionalidad que Zimmerman, ha perdido la opción de ser reconocido. Dos pruebas sustentan este pesar: que el último Nobel a un narrador norteamericano fuera concedido a Toni Morrison en 1993 y el (des)conocido sistema de cupos y cuotas que considera como variables raza, idioma, ideología y pasaporte del creador. Suelen ser honestos en sus intenciones.

+ Los resentidos. Somos todos aquellos que tenemos otro autor favorito que (seguramente) nunca irá a Estocolmo, a no ser que sea para visitar los fiordos o hacer la ruta de Stieg Larsson. Solemos utilizar cualquiera de las posiciones previas para esconder el simple hecho de que nuestro favorito es sistemáticamente ignorado año tras año (Adonis, Joyce Carol Oates), lo que por supuesto a nadie importa. No somos honestos sobre nuestro capricho.

+ Los decepcionados. Buscan la sorpresa legítima. Quienes descubrieron a Svetlana Alexiévich, a Tomas Tranströmer y a Herta Müller a causa del Nobel (y a Kertész, Walcott, Szymborska y Soyinka, por soltar algunos nombres) poseen el deseo de que cada octubre se descubra una genialidad exótica. El premio a Dylan no solo es redundante en ese sentido, sino ocioso. Tanto como dárselo a Murakami, cuya nominación se desprecia por su popularidad, no por la calidad de su obra. Como dice Anna North en el New York Times, “Bob Dylan no necesita el Premio Nobel de Literatura, pero la literatura necesita un Premio Nobel. Este año no lo tendrá”.

+ El reparo de Francisco Melgar Wong. El músico, crítico y filósofo peruano objeta no que la Academia Sueca fuerce los límites del campo literario, sino lo que ello implica: ignorar el poder de la simbiosis entre desarrollo lírico y sonoro, es decir, la armonía sobre la que sustenta el poder artístico de Dylan. En sus palabras: “Creo que un oyente ‘entiende’ una canción en la medida en que los efectos que la música produce en él le permiten descubrir la canción, su estructura, su desarrollo, sus posibles efectos en otras personas. Uno no separa la letra de la melodía porque la melodía le da sentido a la letra. Y viceversa”. Melgar señala con ironía que si el Nobel de Literatura posee un criterio tan amplio al momento de entender el hecho literario sería lógico que el jurado no lo compongan, en exclusiva, letrados, sino expertos en etnografía musical.

Un problema, como se ve, existe cuando todas las partes en conflicto tienen algo de razón. (Cuando no se cumple esta condición podemos utilizar otras palabras: necedad, mezquindad, egoísmo). En lo que respecta al autor de obras maestras como “Bring it all Back Home”, “Highway 61 Revisited” o “Blonde on Blonde”, sería interesante saber cuántos aficionados tratarán de revisar la tradición literaria en busca de las fuentes de las que bebió para poder componer. Y a su vez, cuántos inician el proceso de revaloración del cancionero popular (salve Rose). Lo mejor que puede pasar es atravesar puentes desconocidos. Lo peor, que nos entreguemos a la música con los ojos y no con los oídos.

Contenido sugerido

Contenido GEC