Solo la tragedia visibiliza a los pueblos indígenas amazónicos: parece que la neblina perenne del cielo capitalino opaca nuestra mirada hacia el resto del Perú. A pesar de tanto artificio tecnológico seguimos tan incomunicados como hace más de un siglo, cuando Lima descubrió con asombro y escepticismo que los pueblos amazónicos del Putumayo eran masacrados por los empresarios caucheros; o a mediados de los sesenta, en que un grupo de matsés del Yaquerana murió en un bombardeo del Ejército peruano. Más recientemente, la tragedia de Bagua.
Ahora esto sucede con nuestros compatriotas shipibo-conibo, víctimas del voraz incendio que destruyó su comunidad en Cantagallo. Ellos llegaron a la capital desde Ucayali para participar en la Marcha de los Cuatro Suyos. Se quedaron cerca del río donde se establecieron y dialogaron con esta otra selva —más salvaje incluso que la natural— a través de su trabajo cotidiano y su valioso arte, desplegado en múltiples exposiciones que enriquecen nuestra herencia cultural.
Los shipibo-conibo pertenecen a la familia lingüística pano, uno de los 51 pueblos indígenas amazónicos que habitan nuestro territorio desde tiempos ancestrales. Pese al crecimiento económico y la mejora en las recientes políticas estatales, estos pueblos viven en condiciones de pobreza extrema, con altos índices de desnutrición y analfabetismo (superiores al promedio nacional).
En las últimas décadas, no solo los shipibo-conibo, sino otros pueblos indígenas acceden a espacios urbanos donde concilian sus tradiciones culturales con una mayor participación política. Que la tragedia de Cantagallo no solo permita expresar nuestras muestras de solidaridad, sino que sea el inicio de la construcción de una nación plural. A través del kené (el diseño shipibo) ojalá podamos enlazar nuestras diferencias, bordar un desarrollo con rostro humano y aspirar a un mejor futuro para todos.