Carta desde Písac, por Jerónimo Pimentel
Carta desde Písac, por Jerónimo Pimentel
Jerónimo Pimentel

La vida desde Písac posee calma.

No se debe entender esta paz como un atavismo, ni tampoco como una recuperación tardía del indigenismo. Es solo paz, una sensación profunda de que toda necesidad será satisfecha. Se puede tratar de pensar qué la produce y la respuesta lógica sería la mezcla de árboles, ríos y trinos de pájaros que generan, por evolución, una sensación de relajo en el sapiens. Dutton lo explicó bien al tratar de desentrañar las raíces darwinianas del paisajismo en los calendarios. Las fotos que acompañan cada mes tienen, por regla implícita, senderos, árboles, arbustos, animalillos correteando y alguna fuente de agua; el escenario es el mismo más allá de si adornan las cocinas de europeos, asiáticos o americanos. Es decir: señales de tránsito humano, altura escalable para evitar depredadores, fruta comestible, proteína y un recurso para calmar la sed. En el Valle Sagrado, la traducción es la siguiente: carretera, eucaliptos, duraznos y frutilla, distintos tipo de ganado ovino y bovino, y el río Urubamba/Vilcanota. De alguna forma, todos seguimos tratando de sobrevivir en la sabana africana.

A pesar de que este horizonte permanece, mucho han cambiado Písac y Urubamba en los últimos años. Los ciudadanos locales bromean con que la carretera pronto se llamará avenida Valle Sagrado por su alto grado de lotización, una oferta comercial ubicua y la continua compra/venta de terrenos para consorcios hoteleros o para limeños con ánimo esotérico. El nuevo aeropuerto de Chincheros, temen, permitirá que masas de turistas invadan el valle y lo conviertan en algo distinto a lo que es hoy. Hay señales ya en el alza del precio del metro cuadrado. También, en la afluencia de brasileños que, gracias a la interoceánica, llegan desde Acre a diario en camionetas, motos, cuatrimotos e incluso, los más valientes, en bicicleta (cuatro de ellos subían la cuesta a Moray y verlos producía desmayo).

Urubamba, como se deduce, enfrenta el mismo dilema que una parte del Callao, con su eminente gentrificación. Parte del debate alrededor del Museo Nacional de Arqueología que se piensa erigir en Pachacámac está relacionado, también, a la condición rural o urbana del valle limeño, así como al costo de sus terrenos y a su acceso a la población capitalina. El abandono de Vía Parque Rímac por la gestión de Castañeda, así como su proyecto de llenar la avenida Salaverry de bypasses vendría a ser, otorgándole un nivel intelectual que el alcalde no se ha ganado, una posición desarrollista respecto a quienes desean una ciudad menos cementera y vehicular a cambio de una verde y caminable.

Cada locación posee sus peculiaridades, pero algo se puede añadir en el caso cusqueño: la paz de Písac posee un drama. Según el INEI (2013) este edén rural, ubicado en la provincia de Calca, posee entre 31,6% y 46,3% de población en condición de pobreza. La estadística no está disfrazada a la vista y el contraste entre los hoteles de lujo y las mansiones de los recién llegados, contra el promedio de la vivienda local, es, si nos detenemos a pensarlo, indignante. La perspectiva de que nuevos turistas y capitales puedan aliviar en algo esta situación no debe tomarse a la ligera. Tampoco que, al perder su atractivo místico y natural, el Valle Sagrado —Nilo, el guía más profesional que he conocido, define este nombre como una de las grandes ocurrencias del marketing peruano, pues los incas jamás lo llamaron así— arruine su diferencial, y, por tanto, su magnetismo.

¿Naturalismo y pobreza? No. ¿Concreto y una promesa de prosperidad? Tampoco. Lo difícil de determinar es quién descubre el punto de equilibrio que posibilite un aumento en la calidad de vida sin arruinar aquello que la permite. Por sentido común, ese criterio debería corresponder a los cusqueños. Hay algunas señales: el sábado 29 de octubre todos los turistas en buses y vans fuimos impedidos de entrar a Ollantaytambo, pues el distrito se encontraba celebrando su aniversario de fundación y la pista se encontraba copada por un desfile. La decepción trajo un poco de alegría por el orgullo local, ese impedir que toda fiesta sea una puerta abierta para los foráneos, lo que tiene un sentido económico pero también un costo en el lazo comunal (la comparación es iluminadora: en Lima es posible vivir 30 años en un edificio sin saber el nombre de los vecinos, no digamos ya invitarlos a tomar un café). La solución al impasse la dio el propio valle con dos propuestas etílicas: un aja wasi tradicional y la flamante Cervecería del Valle, probablemente la mejor chicha y cerveza artesanales que es posible beber en este país. Salud.

De regreso, el paraíso. En octubre el mundo termina con la caída del sol, hacia las 6 p.m., el momento justo cuando empieza el reino de los sapos y las cigarras, de las arañas y la leña. Las preguntas no se han disipado pero aflora el temor a haber planteado un falso dilema. Es entonces cuando una luz artificial ilumina un libro en el que se leen los versos más incomprendidos de la historia de la poesía peruana: “Machu Picchu, dos veces/ me senté en tu ladera/ para mirar mi vida./ Para mirar mi vida/ y no por contemplarte,/ porque necesitamos,/ menos belleza, Padre,/ y más sabiduría”. Qué ganas de rezar, Juan Gonzalo.

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