Corte y confección, por Rodrigo Fresán
Corte y confección, por Rodrigo Fresán
Rodrigo Fresán

Siempre he prestado especial atención a los personajes editores —secundarios de primera— en la ficción: el paternal Foxhall “The Fox” Edwards (el un tanto caricaturizado transparente alter ego de Maxwell Perkins en “You Can’t Go Home Again”, de Thomas Wolfe, más detalles adelante); el abnegado John Wolf en “El mundo según Garp”, de John Irving; el catastrófico Terry Crabtree en “Chicos prodigiosos”, de Michael Chabon; el cínico Mr. Whelpdale en “La nueva Grub Street” y su programa en diez pasos para escribir malas novelas muy exitosas son los primeros que me vienen a la mente.

Y es que  la figura del editor es asunto complicado: ¿ventrílocuo? ¿Médico brujo? ¿O genial cirujano carnicero como ese Gordon Lish que creó a Raymond Carver? Así, abundan las citas graciosas/maliciosas sobre la especie en cuestión de parte de sus (des)protegidos. Algunas —previa salvedad de que estoy tan pero tan contento de tener el editor que tengo— que he ido coleccionando con los años. Escribió Cyril Connolly: “Del mismo modo en que los sádicos reprimidos se supone que se conviertan en policías o carniceros, aquellos con un miedo irracional a la vida acaban siendo editores”. Dijo George Bernard Shaw: “La senda hacia la ignorancia está pavimentada con buenos editores”. Reflexionó Goethe: “Todos los editores son aliados del demonio. Tiene que haber una recámara especial para ellos en el infierno”. Apuntó George V. Higgins: “Solo una persona con graves problemas mentales desearía sinceramente tener a un editor como amigo”. Disparó Siegfried Unseld: “Una de las señales de la indiscutible grandeza histórica de Napoleón reside en que una vez ordenó fusilar a un editor”. Y en lo que hace al modus operandi —y algo cada vez más denunciado y cada vez peor escrito en todos esos blogs más que necesitados de un editor y que piden cabezas y el fin de toda intermediación entre el que teclea y el que lee— aquello que diagnosticó H. G. Wells en cuanto a que “No hay pasión en el mundo comparable a la de alterar el manuscrito de otro” y a lo que definió Oliver Herford: “Manuscrito: aquello que se envía a las apuradas y se devuelve sin demora”. También, pongámoslo, hay apreciaciones más apreciantes como lo que sintetizó Brendan Gill: “El trabajo de un buen editor, como el trabajo de un buen maestro, no se revela a sí mismo directamente; se ve reflejado en los logros de los demás”. O lo de Norman Cousins: “Nada es más efímero que las palabras. Moverlas desde la mente del escritor a la mente del lector es una de las más inasibles y trabajosas tareas que pueden llegar a desafiar a la inteligencia humana. Y esa tarea es el trabajo del editor”. En resumen y como abrevió Charles Fletcher Lummis: “Los editores son un mal necesario”.

Pero tal vez la mejor revancha de sus editados sea el evitar darles el lugar que en más de una ocasión les corresponde. En las novelas, los editores rara vez acceden al rol protagónico. En su última novela, “Todo lo que hay”, James Salter se arriesga y gana a la hora de elevar a un editor a la categoría de protagónico. Y, en uno de esos párrafos tan suyos, explica cómo y por qué su “héroe” —un tal Philip Bowman— decide ponerse a editar luego de haber sobrevivido a una guerra en la que todos querían tacharse entre ellos. “No mucho después oyó de otro trabajo, leyendo manuscritos en una editorial. La paga, le informaron, sería menor a lo que venía ganando, pero la edición era un tipo diferente de negocio, era una tarea para caballeros, el origen del silencio y la elegancia de las librerías y la frescura de las páginas nuevas”, leemos allí. Y está todo dicho y escrito.

Y Salter es uno de los muchos escritores (otros fueron Jim Harrison, Peter Matthiessen, Tom McGuane, Hunter Thompson, Richard Ford, y siguen las firmas) que manejó el editor de revistas Terry McDonell a su paso por las redacciones de Esquire, Rolling Stone, Newsweek y Sports Illustrated en tiempos en los que todavía prosa y ritmo y estilo encontraban sitio en revistas que pagaban bien y mejor.  McDonell hace memoria y abre el cajón de sus cierres en una memoir indispensable: “The Accidental Life: An Editor’s Notes on Writing and Writers”. Otro de los varios recientes volúmenes (ya tuvimos la historia de la editorial Farrar, Straus and Giroux, las vidas de Richard Seaver, de James Laughlin, del legendario Robert Gottlieb, entre otros) que se dedican a iluminar trastienda y backstage y making of del “te encargo un artículo sobre algo verdadero para tal fecha y tú ponle todo eso que les pones a tus ficciones y conviértemelo en una obra maestra y, si no, yo te ayudo a que lo consigas”. Sí, para McDonell las revistas son lo que los libros para el Philip Bowman de James Salter: unos y otras tienen “la frescura de las páginas nuevas”.

Y las páginas nuevas de “The Accidental Life” son más que frescas. Capítulos breves que van de adelante para atrás en el tiempo y que tienen la gracia de incluir el número de caracteres junto al título. Y un sentido del ritmo que solo se consigue luego de muchos años en el frente de batalla. McDonell es un verdadero maestro a la hora de plantar una escena en pocos trazos (que puede ser el ensamblado a toda velocidad de ese número especial de Rolling Stone por el asesinato de John Lennon); revelar las estrategias de mercadotecnia detrás de una idea tan revolucionaria como vulgar (las ediciones swimsuit de Sports Illustrated); pintar el paisaje de la escena literaria de Nevada; retratar a un genio (los contados párrafos que dedica al encuentro y posterior almuerzo con un taciturno y ácido Kurt Vonnegut dicen más que toda una biografía); evocar una anécdota de antología (aquella partida de golf bajo la influencia del LSD con un desaforado Hunter S. Thompson); radiografiar la visita de un voraz y casi robótico Steve Jobs dispuesto a devorar el mundo editorial porque ya no le queda mucho por devorar; o, en las crepusculares entradas finales, su salida de todo aquello y el fin de una edad dorada del periodismo de pronto sitiada por presupuestos en picada, becarios por todas partes y bloggers que se creen tan pero tan trascendentes.

A todo eso y a mucho más, McDonell se refiere como “la vida accidental” o “la vida accidentada”. Cualquier cosa puede suceder siempre y cuando —por favor, pase lo que pase— lleguemos a tiempo a la imprenta primero y a los quioscos después. Y después —ya nada importa— que se acabe el mundo.

Para volver a comenzar —con un nuevo número— la mañana siguiente.

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