Dos notas para después del diluvio, por Jerónimo Pimentel
Dos notas para después del diluvio, por Jerónimo Pimentel
Jerónimo Pimentel

— Pensar la tragedia —

Rebecca Solnit ha escrito un libro provocador y contraintuitivo llamado A Paradise Built in Hell en el que desarrolla una idea poderosa: detrás de las grandes tragedias, o a pesar de ellas, es posible identificar una alegría comunitaria posterior que nace de la liberación de los roles sociales que el sistema nos impone día a día. Al depender del otro, al hacerse inútil el individuo (¿qué es un solo hombre ante un huaico, una tormenta, un terremoto?), al ayudar sin considerar el interés privado, al liberarnos temporalmente del imperio del dinero, al vivir en la intemperie, al dejar de lado nuestras preocupaciones cotidianas, se produce una reconsideración, un reenfoque, en aquello que es fundamental, rudimento. “La gente sabe qué hacer en un desastre”, sentencia la escritora.

Ella deja claro que el desastre nunca es deseable, lo que no significa que nos abstengamos de pensar en sus efectos. Pasado el rigor de la catástrofe, asegura, se produce un alivio que testimonia la fuerza del tejido social que ha soportado el castigo. Los símbolos se vuelven espontáneos, cotidianos, y hacemos bien en rendirnos ante ellos: Evangelina Chamorro emerge del barro y Roberto Guzmán usa su tabla (y unicornio) para crear un puente fluvial. Pero junto con ellos hay poblaciones enteras ofreciendo ese mismo coraje y desprendimiento, solo que no pueden ser visibilizadas por los medios. Quiero decir, es mucho más sencillo singularizar la virtud para entenderla que aceptar que, por ya varias semanas, el comportamiento de los peruanos viene siendo generoso, desprendido y solidario. El Estado hace bien en cuantificar muertos y heridos, daños y lesiones, pero no es posible reducir a un número las donaciones espontáneas, el arrojo de los voluntarios, las complicidades silenciosas, la reconstrucción comunitaria, el tiempo dedicado al otro ni cuánto se ha robustecido el tejido social. No hay baremo para eso porque se trata de un instinto premoderno, mayor, invisible, y que se resiste a ser puesto en un Excel.

Quizá por eso los liberales sufren tanto para explicar la conveniencia económica del acaparamiento y la especulación durante una calamidad. Se necesitan muchos malabares morales y teóricos para defender dos actos que atentan directamente contra el espíritu cooperativo que se robustece ante la adversidad. De ahí que ambos vicios sean resistidos y estigmatizados. Pensar que el individuo solo vela por su prosperidad es pensar mal. “Si el paraíso surge del infierno”, dice Solnit, “es porque debido a la suspensión del orden usual y a la caída de la mayoría del sistema somos libres de vivir y actuar de una manera distinta”. Este estado es, por esencia, “insostenible y evanescente”, se cuida de matizar, “pero como un relámpago ilumina la vida diaria”.

Observemos los últimos acontecimientos al calor de esa luz.

— Pensar la tierra —

No es casual, como se ha dicho ya en otro momento, que todo el pensamiento político peruano del siglo XX haya consistido en entender la relación del hombre con la tierra.

Mariátegui luchó por impedir que el problema del indio se convirtiera en un asunto moral para reconvertirlo en económico, es decir, agrario. No se le ocurrió de la nada: González Prada ya había señalado la desviación y Haya de la Torre, aún marxista, la problematizaría luego.

Riva Agüero, en la otra orilla, paseó a lomo de mula por el Perú con sentido colonial, en el peor de los casos, o romántico, en el mejor, para hacerse una idea material de país, tal como lo demandaba su condición de intelectual dirigente. A pesar de sus prejuicios y su racismo, produce cierta nostalgia constatar que fue más o menos el último aristócrata que creyó en una misión nacional.

Víctor Andrés Belaunde, desde la ilusión católica, negó la oposición entre lo hispánico y lo indígena y celebró la “síntesis viviente”, que debía su forma, en parte, a la adaptación del peruano a la geografía.

Más adelante, Matos Mar fundó la antropología local al detenerse en la invasión del cerro San Cosme; décadas después, Neira, en Cuzco: tierra y muerte, anticipó la reforma agraria a través de la documentación de la toma campesina de tierras para desmontar el gamonalismo.

Finalmente, De Soto, Ghibellini y Ghersi postularon la tesis última del liberalismo como respuesta al velasquismo: la prosperidad solo vendría como consecuencia de un país de propietarios, razón por la que, desde el fujimorismo político, se tituló a mansalva, así sea en las quebradas y cauces que hoy El Niño arrasa.

Dos preguntas al respecto. La primera es en qué momento se dejó de creer que la clave para entender a este país pasaba por comprender la relación entre el peruano y su condición geográfica. La segunda, por qué este núcleo ha sido olvidado políticamente y qué alternativas ofrece nuestro sistema como solución.

No será serio ningún programa electoral, ninguna gestión ministerial, ningún debate parlamentario, en el que no se discuta el ordenamiento territorial. Ningún gobierno, ya sea local o nacional, será competente si no aborda la relación entre los habitantes y su hábitat. Debería haber sido suficiente síntoma que los dos grandes problemas políticos de las últimas tres décadas estén referidos al uso de la tierra: los conflictos sociales (Moqueguazo, Baguazo, Conga, etc.) y los desastres naturales (fenómeno de El Niño del 97-98, terremoto de Ica del 2007, etc.). Pero los deslizamientos e inundaciones, los derrumbes y destrozos, no han calado lo suficiente para elevar a nivel político nuestro déficit idiosincrásico.

¿Cuántos velorios más deben pasar?

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