La casa de papel
La serie internacionalizada por Netflix es interesante, aunque formulista. Su principal mérito es la ejecución de un género, lo que es una virtud derivativa. En los noventa, en una película como Tesis aún era posible encontrar en un thriller cierta discusión alrededor de la idea de crear una industria audiovisual nacional propia y sus posibles (in)conveniencias; hoy eso sería una ingenuidad. El mundo de las plataformas de contenido pago y las fronteras liberadas exigen productos con narrativas estandarizadas y de consumo amplio. El mercado demanda serialización, el formato insta a fagocitar la técnica del viejo folletín y, quizás, también los recursos del melodrama telenovelesco. La ambición no es artística, pero también hay nobleza en entretener.
¿La obra de Álex Pina lo consigue? Sin duda, aunque la respuesta depende de si el espectador es capaz de aceptar las premisas narrativas, muchas de ellas dudosas. El elenco está compuesto por arquetipos, fichas que el director utiliza para desarrollar o resolver la trama. El trazo con el que están compuestos es grueso: un genio del mal, una detective que busca hacerse un sitio en un mundo masculino —la respuesta ibérica a Nikita—, un viejo aficionado a los corridos mexicanos, un andaluz de mala pinta y buen corazón, y así. Los personajes aceptan el corsé y los nombres que vienen con él —en este caso, ciudades—, aunque en vez de usar el juego de identidades para cuestionar las reglas del género (como Tarantino en Perros de reserva), Pina opta por el baile de máscaras y presume al poner y sacar las caretas. Al hacerlo humaniza a sus protagonistas (ha bebido más del culebrón que del cine de explotación, como es evidente en el pudor ante la violencia y el sexo y el tipo de diálogo), aunque víctima del ritmo autoimpuesto. En el vértigo, muchos personajes se quedan con el disfraz a medias y la lección final es un tanto básica, decepcionante, quizás hasta cínica.
No todo, sin embargo, es criticable. En el camino, La casa de papel deja algunas actuaciones memorables, como la de Pedro Alonso, y cumple su cometido básico: crear adicción. Una vez en tema, apenas producido el atraco, es imposible dejar de maratonear la serie, lo que produce un tour de force cuyo único destino es el empacho, para alegría de Netflix y de una audiencia con unas ganas enormes de engancharse con algo. Luego, a la manera de lo que ocurre después de un atracón con esos alimentos industriales que abusan de carbohidratos refinados, grasas añadidas y glutamato monosódico, una vez terminado el exceso no hay signos de saciedad, sino de ansiedad. Y así nos preparamos para esperar la nueva temporada.
Wild Wild Country
Esta serie documental en seis partes es, sencillamente, una obra maestra. A través de seis capítulos y luego de una investigación y un trabajo de archivo asombrosos, los hermanos Way logran contar una historia delirante que bien podría pasar por un mockumentary.
El foco de la investigación es Osho y la ambición de su secta de crear una suerte de enclave o territorio liberado en un lejano condado de Oregon, Antelope. La anécdota podría ser una curiosidad, pero su feroz implementación por parte de Ma Anand Sheela, lugarteniente del gurú, provocó un choque cultural entre la pequeña comunidad local (cuarenta vaqueros y sus esposas) y los recién llegados. La confrontación, al inicio pintoresca, escaló rápidamente y forzó debates críticos alrededor de la libertad de culto y la convivencia vecinal, para luego dar paso a controversias mayores como la migración, el derecho a voto y la sanidad.
La brillantez de los Ways reside en implantar la duda genuina acerca de cuál de las partes está más torcida que la otra. Y aunque es más o menos obvio que los crímenes cometidos en nombre de Rajneesh bastan para que su facción obtenga el cetro de esta penosa pelea, el fundamentalismo ultraconservador de los residentes WASP, encaramados en una montaña de prejuicios culturales, cabezas de animales disecados y fusiles de caza, lo pone difícil.
Hay algo más. Sobre las iniciativas grotescas (un ataque bioterrorista mediante salmonela), las varias tentativas de homicidio y lo puramente kafkiano (en un punto se debate y vota por desaparecer una ciudad) sobresale la figura de Sheela, cuyo ejercicio de poder y su experto manejo de audiencias la convierten en una figura más atractiva, incluso, que su maestro. Su capacidad de reemplazar a la figura ausente de Osho y utilizar ese vacío para desarrollar su agenda propia, la transforman en el rostro más distinguible de una locura religiosa que buscaba enarbolar el amor libre y la conciencia humanista, objetivo para el cual se permitió implementar métodos oscuros y letales.
George Steiner, en Nostalgia del absoluto, sostenía que la “gradual erosión de la religión organizada y de la teología sistemática, especialmente de la religión cristiana de occidente, nos ha dejado con una profunda e inquietante nostalgia de Absoluto”. Sus reemplazos racionales, cultos, son el marxismo, el psicoanálisis y el estructuralismo social, decía el crítico.
Los sustitutos menores, la ufología y el orientalismo. Es imposible no detenerse en esa reflexión luego de ver Wild Wild Country, aunque convertida en forma de pregunta: ¿qué es más peligroso, Dios o los reemplazos de Dios?