Recuerdo perfectamente mi primera respuesta incorrecta.
Fue en el nido al que asistíamos los hijos de los trabajadores del Banco Central de Reserva del Perú. Por tanto, debía tener cinco años o menos. Era una suerte de guardería-jardín-kindergarten que operaba en función de la comodidad de los padres. El horario coincidía con el laboral, tanto en la entrada como en la salida. El local era una suerte de anexo del banco mismo, lo que sin duda facilitaba la vida de los empleados. Para completar las actividades y evitar el aburrimiento durante ocho horas diarias de encierro, eran necesarios cursos como ‘Tomar la Siesta’, que consistía, como su nombre lo indica, en recluir después del almuerzo a toda la población infantil en cuartos oscuros con colchonetas. Nos apagaban la luz con una sonrisa que fingía ser de amor, pero que en el fondo era de alivio; soltábamos algunas quejas iniciales (“Señorita, ¡no tengo sueño!”) y luego nos quedábamos profundamente dormidos. La miss nos despabilaba una o dos horas después. Así aprendí la importancia de la siesta.
En esa suerte de micro-Estado totalitario que sufre todo crío, las clases de educación cívica se sucedían una tras otra, con la noble aspiración de convertirnos en ciudadanos cabales (finalmente, era un centro que dependía del Estado). Nos enseñaban a doblar el papel higiénico antes de usarlo, cierta técnica que pronto olvidé para anudar los pasadores de los zapatos, a no comer cucarachas ni hormigas del jardín, y a no competir por quién es capaz de aspirar piedritas con la nariz. También se celebraban torneos de salto, ninguno de los cuales pude ganar; bailábamos en los días de celebración con disfraces típicos de América Latina y comíamos gelatina roja en el comedor.
Cierto día, en una de esas clases que en la vida escolar pasarían a llamarse ‘Orientación para el Bienestar del Educando’, la profesora Amparo preguntó:
—En un cruce de avenidas hay un semáforo y un policía de tráfico. El semáforo está en rojo, pero el policía le dice a los carros que avancen. Chicos, ¿a quién le hacen caso?
Implacable, urdí el primer razonamiento de mi vida con excitación: “El hombre se equivoca, la máquina no”. Una respuesta infalible. Levanté la mano, seguro de tener la solución al acertijo, y me estrellé pronto con la decepción. La primera de todas, ante la mirada burlona de mis compañeritos.
La maestra mencionó algo acerca de la superioridad del criterio humano sobre el automatismo maquinal. De seguro no usó esas palabras. Pero eso fue lo que quiso decir, con una confianza en la especie que aún ahora me resulta asombrosa. Su argumento era una suerte de rezago de fe por el hombre propia de la Ilustración, en todo caso, previa a Auschwitz, Hiroshima o Dresde. Y la Lima de los ochenta, a pesar de su monstruosidad, no tenía el parque automotor ni la imprudencia al conducir que hoy la han convertido en una zona de guerra.
Ahora pienso: ¿era mi respuesta realmente incorrecta?
Toda la reflexión social alrededor del big data tiene hoy un doble aterrizaje: la idea de que los algoritmos predictivos diseñen mejores políticas públicas que los humanos, y que, además, solucionen el problema de la corrupción (¿cómo se le rompe la mano a una fórmula?). Harari, en 21 lecciones para el siglo XXI, arguye convincentemente que la inteligencia artificial terminará de socavar los bienes inmateriales sobre los que se sostiene el dominio humano (alma, intuición, criterio, ética). “Cuando la autoridad se transfiera de los humanos a los algoritmos, quizá ya no veamos el mundo como el patio de juegos de individuos autónomos que se esfuerzan por tomar las decisiones correctas. En lugar de ello, podríamos percibir todo el universo como un flujo de datos, concebir los organismos como poco más que algoritmos bioquímicos y creer que la vocación cósmica de la humanidad es crear un sistema de procesamiento de datos que todo lo abarque y después fusionarnos con él”, escribió.
La visión de Harari, lejos de ser descorazonadora, emite una luz de esperanza para el futuro de la ciudad de Lima. Piense el elector cuán posible es que cualquier candidato a la alcaldía vaya a resolver de verdad alguno de los problemas de la capital. Y piense luego si no es más esperanzador que esas decisiones, en vez de caer en un improvisado o un demagogo, dependan de una base de datos cuyos procesadores tendrán la capacidad, previa cesión de nuestra información personal, de tomar una decisión que jamás se le ocurrirá a los oportunistas que, durante meses, hemos visto desgañitarse por presidir el Palacio Municipal.
Tal vez ese niño no estaba tan equivocado. Y tal vez la profesora Amparo, donde quiera que esté, me deba una disculpa.