Están escribiendo nuestra canción
Están escribiendo nuestra canción
Rodrigo Fresán

El que esté libre de pecado que arroje la primera stone: ¿hay alguien allí que nunca haya escrito algo sobre música, sobre un músico, sobre un disco, sobre una canción? Yo empecé mi carrera periodística (si eres muy joven te ponen a escribir sobre cosas jóvenes, sí) con una reseña de Valotte, el debut de Julian “Hey Jude” Lennon. Y, aun así, se dice que no tiene sentido alguno ponerse a escribir sobre lo que suena. Hay dos citas muy citas de Frank Zappa al respecto: “La mayoría del periodismo de rock está hecho por gente que no sabe escribir, entrevistando a gente que no sabe hablar, para gente que no sabe leer” y “Escribir sobre música es como cantar sobre arquitectura”. Ambos dictados se citan, irónica y paradójicamente, en la intro de Rick Moody (gran escritor sobre cantar y tocar, imperdible su "On Celestial Music: And Other Adventures in Listening") a la antología coral y colectiva "How to Write About Music", destilada y armada a partir de la gran colección 33 1/3. Allí, pequeños libros se dedican por completo a un álbum legendario o maldito ("Pet Sounds", "The Kinks Are the Village Green Preservation Society", "Tusk") abordándolo desde lo histórico, público o lo íntimo y casi secreto. Vale todo.
     Sí, varias décadas han pasado desde semejantes pronunciamientos zappianos y el diagnóstico ha cambiado bastante. Existen recopilaciones de escribas contantes y sonantes como Lester Bangs y Paul Williams y Paul Nelson (por citar solo a los muertos). Y hasta hay grandes libros escritos por músicos cuando dejan sus vidas en letras sin música con mayor o menor sinceridad y fidelidad (los de Bob Dylan y Patti Smith y Ray Davies y Morrissey y el propio Frank Zappa) y grandes canciones sobre escribir canciones (“Paperback Writer”, de The Beatles; “Good Old Desk”, de Nilsson; “Poor Fractured Atlas”, de Elvis Costello; “Song About the Moon”, de Paul Simon; “Tower of Song”, de Leonard Cohen). Hay grandes novelas con la música como fondo y forma (aquella de Thomas Mann pero, más cerca, esa de Frank Conroy, esas otras de Nick Hornby y varias de Richard Powers) y hasta hay excelentes películas sobre el duro arte de rimar (la última de los hermanos Coen, la de Hugh Grant con Drew Barrymore). 
    Y en las últimas semanas, muchos escribieron mucho sobre dos canciones que alcanzaban el medio siglo de edad: “Yesterday” y “Like a Rolling Stone”. Curiosa pareja de opuestos complementarios. La primera, se sabe, se le apareció a Paul McCartney recién levantado y en el desayuno (su título de trabajo fue “Scrambled Eggs”), se convirtió en un melancólico retro standard instantáneo y, hoy por hoy, una de las canciones más versionadas (2.200 variaciones y sumando) de todos los tiempos. La segunda se le presentó a Dylan —nunca nadie la escupirá como él, sus covers no hacen otra cosa que mejorar al original— como un ‘vomitífico’ fantasma de Navidades futuras. Un huracán de furia y odio contra alguien pero, también, contra todo el establishment cancionero. Elijan la que más les guste aunque, en el fondo, las dos apuntan y dan en el blanco de un sentimiento tremendo: alguna vez los problemas parecieron tan lejanos pero, de pronto, uno se descubre como un completo desconocido sin dirección a casa. Cincuenta años después, todavía rodando, Dylan hace una pirueta nostálgica y reinventa a su manera y medida aquellas torch ballads que cantaba Frank Sinatra. Clásicos eternos perfectamente cortados para vestirnos a todos más allá del tiempo y del espacio.
    
En "Standards", ensayo de E. L. “Ragtime” Doctorow, el escritor norteamericano apuntaba que “hasta los niños comprenden la diferencia que existe entre la canción y el habla… Si cantáramos casi siempre, como en las óperas, nuestras vidas resonarían al igual que las leyendas; habría muy poco espacio para nuevos datos y pocas ocasiones para un auténtico progreso de la raza”. Es posible. Tal vez por eso, la mayoría de nosotros solo nos atrevemos a cantar en esa ducha que es algo así como una lluvia falsa y cómplice y piadosa. En el baño, todos somos La Voz. Otros, también, jabón en mano a modo de micrófono, pensamos en que, después de secarnos, sudaremos frente a la pantalla cantando arquitectura. 
    
Aquí dentro, con la cortina corrida y un calor africano, mientras escribo estas líneas, busco refugio y encuentro santuario en la audición de la flamante e imprescindible box "Lloyd Cole and The Commotions: The Collected Recordings 1983-1989", banda insigne e insignia de mi cada vez más lejana juventud, allí y cuando a toda una nueva generación de escritores se los acusaba de querer ser más rockers que writers. Para la refutación o admisión de ese tipo de malentendido fácil (según el humor en que uno se encontrase), la banda de Cole era algo así como el espécimen perfecto. Quinteto escocés de maníacos referenciales literarios, canciones llenas de libros y de escritores y de versos sobre el fino arte de escribir líneas o de metérselas por la nariz.
    
Ahí fuera se encienden los motores atontados que pronto determinarán cuál es la infame y mediterránea canción del verano. ¿“El chiringuito”? ¿“La barbacoa”? ¿“Macarena”? ¿“Aserejé”? ¿“Ai se eu te pego”?, ¿La cantinela de turno para el nuevo spot de la cerveza Estrella Damm? 
    
How does it feel? Ya saben, ya pueden imaginárselo… 
    
Así que yo bajo las persianas y subo el volumen y aquí siguen Cole y los suyos aconsejándonos aquello de “Si quieres enderezarte/ Apóyate en una biblioteca”.
    
Y, sí, en esa biblioteca hay tantos libros sobre música y músicos.
    
Pasen y lean y oigan y canten y escriban.

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