Guía para sobrevivir a la campaña electoral
Guía para sobrevivir a la campaña electoral
Jerónimo Pimentel

El que viene será el inicio del quinto mandato democrático consecutivo, si aceptamos el breve período de Paniagua como una transición bautismal. O el cuarto, si nos atenemos al voto popular. Como sea, se trata de un récord republicano que se consigue ad portas del bicentenario. No pareciera haber mucho alboroto cívico al respecto. Se percibe, en cambio, una lenta y creciente depresión colectiva. No subsisten muchos testigos del ochenio de Odría, sí bastantes de la dictadura militar y alcanzan la adultez plena aquellos que, a fines de los noventa, coparon las calles para combatir al fujimorismo. Una pregunta para todos ellos es cómo se siente haber embanderado causas legítimas para terminar eligiendo, cada cinco años, entre el cáncer y el sida, entre el mejor mal menor y el voto con la nariz tapada (1).
     Hay razones para cuestionar el vigor cívico. Mandato a mandato, los tres gobiernos recientes han terminado de la misma forma: con niveles ridículos de aceptación popular, sin candidato presidencial plausible y con la amenaza de un inminente ajuste de cuentas político en la siguiente legislatura (2). El Partido Nacionalista ha hecho esfuerzos para ponerse a tono: si logra colocar en el próximo Congreso a los cuatro apristas que sobrevivieron al segundo gobierno de García, se pueden dar por bien servidos. ¿Quién abre el pisco?
     Dejarse llevar por la anomia, sin embargo, es una debilidad inaceptable. El ciudadano debe elegir, pero antes, establecer los criterios de su elección. Y algo más: ser feliz con ello. Con timidez, el periodista sugiere el siguiente baremo:
     1. El criterio policial. Es decir, el grado cero de la política. Revise la biografía de los postulantes y decida si ese documento que aparece ante sus ojos merece llamarse currículo o prontuario. Puesto en pregunta: ¿está usted ante un delincuente probado? Luego ubique a los candidatos en una pirámide ascendente, de criminal a prohombre, con la siguiente gradación: prófugo, indultado, acogido a la prescripción de los delitos, sospechoso común, de pobre reputación, con la honra intacta y digno de admiración. Evalúe cada promesa electoral desde su escalón respectivo. Con este filtro, vea cómo las palabras dulces se agrian mientras que las ideas aburridas pueden llegar a parecer luces de estadista.
     2. La tendencia ideológica. Se bifurca en ramas materiales: la relación del poder con el cuerpo y la relación del poder con la riqueza. El cuerpo es clave pues es el último lugar de resistencia ciudadana. Pregúntese entonces si aquel que desea vivir en la Plaza Mayor lo quiere oprimir, eliminar o si, medievalmente, lo santifica. Si ve en él un medio o un fin. Si lo castiga o desea liberarlo. Juegue, luego, a encontrar las correspondencias con sus propias opciones. Para evaluar la relación de un político con la riqueza sirve de mucho hacer las preguntas inversas, bajo el supuesto legítimo de que uno por lo general se equivoca. Es decir, si aquel se siente inclinado por la progresía, inquiera no por cómo distribuiría la riqueza, sino por cómo la piensa crear. Si la orientación del susodicho es capitalista-extractiva, exija al potencial mandatario que exponga su visión sobre cómo destruiría el muro que divide Pamplona Alta de Casuarinas. Ataque ahí donde es débil. La grandeza de una propuesta política se mide por el tamaño de sus debilidades. 
     3. La panacea del pragmatismo. No seamos ingenuos, no bastan las buenas intenciones. Dos caminos se pueden transitar para evaluar esta aptitud: la prueba ácida de Aldo Mariátegui o el escapismo teórico europeísta. El test consiste en resolver una única pregunta que condensa toda habilidad gerencial ejecutiva: ¿alguna vez el sujeto de marras ha pagado una planilla? La otra vía, de aliento francés, pasa por considerar que, en política, ser pragmático no significa ser cínico o descreído, sino tener principio de realidad. Pero como la realidad es una construcción, este camino lleva inevitablemente al punto dos, lo que nos deja ante un vacío o un retruécano. Contemple la belleza del espiral o sospeche de la validez de este rasero; después de todo, no hay nadie más práctico que un fundamentalista, la única persona que siempre sabe qué hacer.
     4. La prueba del espejo perverso. Un misil en la línea de base de la representatividad. Descubra cuál de los aspirantes es quien se parece más a usted y por él, definitivamente, no vote. Después de todo, usted ni quiere ser presidente ni está capacitado para serlo. Por ley transitiva, el ambicioso que postula, tampoco. 
     5. La ficción catastrofista. Recurra a su imaginación e idee una pesadilla nacional perfecta (guerra a dos frentes contra Chile y Ecuador; terremoto de 9,4 con epicentro en La Punta; la vida cualquier día de 1989; todas juntas) y piense quién está más capacitado para paliar el desastre. Pondere liderazgo, reserva emocional, convocatoria, experiencia de gobierno y dotes ejecutivas. No importa si nadie está a la altura del Armagedón; la realidad, luego, será un calmante.
     Si después de este programa alguien sobrevive a la purga, el ciudadano habrá llegado a una decisión sincera o, al menos, podrá culpar al método de su confusión. Si el papel, en cambio, se mantiene en blanco, abra un vino y empiece de nuevo. O mejor, pruebe escribir un poema.

(1) Existen otras opciones igual de patéticas: el voto para agudizar las contradicciones y el voto “el último que se va apaga la luz”.
(2) Léase “megacomisión”.

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