La prístina bóveda celeste que Arequipa tiene como cielo habitual, sumada al privilegio de desayunar en presencia del filósofo Fernando Savater durante tres días seguidos, generó una predisposición personal para la reflexión. La privación de oxígeno propia de los 2.300 metros de altura sobre el nivel del mar se encargó del resto.
Si esta versión hipóxica de La pensadora germinó, fue básicamente gracias a un factor insustituible, la atmósfera propia del Hay Festival: una revolución de las ideas y la cultura donde quedó demostrado que ir a los centros comerciales con borreguil mansedumbre no es actividad excluyente del ser humano. Amoblar la cabeza también gratifica.
Así, mientras una legión de interesados, escritores e intelectuales disfrutaba de la cercanía física de sus autores favoritos hasta el extremo cuestionable del selfie, esa dinámica festiva en torno a la palabra como protagonista obligaba a revisar cuestiones pendientes de fondo. Por ejemplo, aquel dilema que el escritor y maestro Jorge Salazar inculcara a sus discípulos como una antorcha bajo el compromiso tácito de no permitir que se apague nunca. Una pirotecnia portátil del espíritu.
Como a los dos años de tratar con salazar, ya habiendo pasado el aspirante por lecturas recomendadas, aprestamiento gastronómico y curso práctico de galanteo constante de féminas, este evaluaba el momento indicado para dejar caer una interrogante a manera de sustentación de tesis como aprendiz de vampiro:
—¿Poto es palabra?
La respuesta, obviamente, no podía ser literal (1). La cuestión se planteaba en términos similares al koan budista, acertijos sin resolución que invitan a abandonar la racionalidad para buscar la iluminación en la irrupción de lo subjetivo. El koan más conocido es ese que pregunta cuál es el sonido de aplaudir con una sola mano. Otros koans menos ortodoxos pero de intactas posibilidades reveladoras son “¿de qué color es el camaleón cuando se mira al espejo?”, o el clásico “¿el pedo pesa?”.
Durante tres mañanas seguidas, contemplé la posibilidad de preguntarle a Savater si poto es palabra. La singularidad del peruanismo, así como el contexto personalísimo de la interrogante hicieron que esa posibilidad se descartara sola. Recordé entonces lo experimentado hacía unos meses en el barrio de La Boca, en Buenos Aires. Un colectivo de artistas indios presentaba una exposición bajo el título “Es posible porque es posible”. En ella destacaba “The Bureau of RAQS and FAQS” (“Bufete de cuestiones raramente preguntadas y cuestiones frecuentemente preguntadas”). Se trataba de un escritorio/archivador detrás del cual una oficinista absolutamente seria extraía de una de las decenas de cajoncitos del mueble la respuesta correcta a cualquier interrogante que el visitante quisiera hacer. Preguntaron de todo y a todo hubo respuesta: el ser, la nada, la inmortalidad, el fin y los medios. El bufete parecía invencible.
Hasta que una puertorriqueña, con swing caribeño y brisa boricua, soltó una cuestión que generó aplausos, risas de la operaria y el colapso funcional de la impostura intelectual del artefacto artístico:
—¿Por dónde le entra el agua al coco?
Esa es la pregunta que, con el debido respeto, acabé haciéndole a Savater en Arequipa. La respuesta fue luminosa. Pero no sé si debería compartirla.
(1) Literalmente hablando, ‘poto’ es palabra por los cuatro costados. Proviene del mochica ‘potos’, partes pudendas, y alude familiarmente y con cariño a esa parte noble del fin de la espalda que todos tenemos y apreciamos por razones múltiples.