Las distintas reacciones alrededor de la muerte de Fidel Castro han dejado ver quiénes consideran la democracia un fin y quiénes creen que es un medio.
Un rápido repaso a la prensa y a las redessociales permite recoger los principales mitos de quienes buscan matices al horror (y sus respectivas respuestas).
1. “Se alzó contra Batista”. Es cierto, pero como excusa política funcionó hasta 1962. Todo lo demás no es sino la consolidación de un proyecto autocrático. Las intenciones, en un punto, no cuentan.
2. “Luchó por el pueblo”. Salvo por el pueblo homosexual, liberal, católico, escéptico o librepensador. Es decir, luchó por el pueblo partidario, por el castrismo, lo que solo significa que siempre se tuvo a sí mismo como fin. Ribeyro decía que “toda revolución no soluciona los problemas sociales sino que los transfiere de un grupo a otro, no siempre minoritario”. Este parece ser el caso.
3. “Proveyó a su gente de educación y salud gratuitas”. Todas las democracias nórdicas y una parte de las occidentales han logrado índices superiores de calidad de vida sin aceptar ser sojuzgados por un sátrapa. Plantear la justicia social y la libertad como valores excluyentes es una aberración, por lo demás, insostenible en el siglo XXI. Se llama, en lógica, falacia del falso dilema. A ello hay que añadir que Cuba se ha negado a participar en cualquier programa internacional para evaluar los logros de su educación escolar y que, por lo menos, hay una tremenda paradoja en alfabetizar a una población que no tendrá libre acceso a las ideas.
4. “Plantó cara a los EE. UU.”. Y se hincó ante la Unión Soviética. Y luego, ante potencias menores y más folclóricas como Venezuela, ahora a punto de ser un Estado fallido.
El embargo norteamericano es un crimen, sí, pero el modelo económico castrista nunca estuvo cerca de ser autosuficiente (si en algo excedió fue en disparates empresariales) y obligó a los isleños a aceptar, con el paso del tiempo, la subvención de distintos patrones. Esa peculiar forma de orgullo nacional, sin embargo, no bastó para que el déspota cometiera intervenciones en países como Angola o Bolivia (lo que arroja algunas dudas acerca del carácter solidario del castrismo). Así que lo menos que se puede decir es que su relación con el imperialismo fue de conveniencia.
5. “Devolvió la dignidad a su pueblo”. La respuesta lógica es citar la cartilla de racionamiento y a las jineteras. Pero la indignidad real reside en la conversión de la isla en cárcel, en la transformación del vecino en comisario y en obligar a 11 millones de personas a resignarse al pensamiento único. Amnistía Internacional, que no es precisamente un organismo de derecha, llama a esta campaña “despiadada”, y señala que “la organización ha documentado cientos de historias de ‘prisioneros de conciencia’, personas detenidas por el gobierno por el solo hecho de haber ejercido pacíficamente su derecho a la libertad de expresión, asociación y agrupación”. El “hombre nuevo” es uno de los pocos que no puede participar en el debate alrededor del legado de Castro porque el acceso a Internet es prohibitivo y está controlado por un Estado policial. No hay dignidad, tampoco, en leer el mismo diario toda una vida, en que exista delito de opinión, en sufrir la corrupción de un partido único, en no votar nunca, o en que los méritos de una vida entera dependan de su aporte revolucionario.
6. “Cambió la historia”. No significa absolutamente nada. El siglo XX fue una plataforma pródiga para varios de los más grandes monstruos de la civilización humana. Aunque la escala del daño impide incluir a Castro en una galería junto a Hitler, Stalin y Kim Il Sung, su récord al mando de Cuba lo convierte en un autócrata de difícil olvido. Como advertencia, claro está. La grandeza no reside en intervenir la historia, sino en hacerlo por las razones correctas.
7. “Era otra época”. Es una de las excusas más miserables, en tanto apela a la narración emocional y a la romantización de la violencia. Los disidentes (no hay cifras fiables oficiales) calculan en siete mil los muertos a manos de los revolucionarios, la mayoría en ejecuciones sumarias, y en 20% el porcentaje de la población emigrada. Es fácil convertir esos cadáveres y migrantes en errores y en daño colateral. Lo humano es sentir con las víctimas. Esa fractura social de lo cubano es la herencia más terrible de un régimen que aún no termina. Quienes sostienen que la derecha cubana en Miami es la peor del continente tal vez acierten, pero deben recordar que ellos también son hijos de la revolución.
La defensa de Castro como actor político es insostenible y solo debería ser un subproducto de la nostalgia de sus coetáneos y una exquisitez de las facciones más duras del comunismo. El parteaguas sigue siendo grotesco: un dictador rige durante cinco décadas una isla. ¿Hay una imagen más concreta, pero a la vez más alucinada, de una tiranía tropical?
Es difícil que un dato de este calibre, en cualquier otra circunstancia, consiga que intelectuales busquen atenuantes y matices. Más aun cuando este gremio ha sido uno de los más castigados, como lo prueban los casos de Padilla,
Arenas, Lezama, Piñera y Sarduy, por elegir solo las caras más visibles de la persecución y la represión ante la inteligencia cubana. Curiosamente, no es el caso. La propaganda de la revolución, su idea misma, se beneficia de la dificultad de las democracias liberales para satisfacer los deseos de cambio de sus ciudadanos, condenados ideológicamente al “fin de los tiempos”. Así, el fracaso mil veces probado del comunismo se vuelve mito y, en última instancia, deseo, que es canalizado por sus agentes o por los tontos útiles de siempre. La ironía es que muchos de ellos son receptores de la cooperación internacional, han sido formados en universidades norteamericanas y gozan de los privilegios que proveen los Estados que denuestan y que Cuba niega.
La democracia es un medio y a la vez es un fin. La legitimidad política se encuentra tanto en los medios como en los objetivos.