Llenar el hueco de una ausencia, por Jerónimo Pimentel
Llenar el hueco de una ausencia, por Jerónimo Pimentel
Jerónimo Pimentel

La sucesiva desaparición de maestros invita a creer que se avecina una época marcada por la orfandad. No es un hecho estadístico (hay pronósticos que vislumbran que, por simple progresión, cada año será peor), sino una impresión construida por la sobreinformación del mundo digital. , y son las tres últimas pérdidas, y lo menos que se puede decir de ellos es que enseñaron a muchas generaciones a ver, leer y pensar. No es poco. Pero quizá solo de Berger se pueda decir que fue brillante al momento de impartir las tres lecciones juntas.

Lo leí por primera vez gracias a El sentido de la vista, una compilación de ensayos sobre artes plásticas que, de alguna forma, constituye uno de los tantos complementos divulgativos de la famosa serie documental para la BBC que lo lanzó a la fama en su país, Modos de ver. La serie, no es ocioso insistir en ello, es uno de los mejores alegatos jamás hechos a favor de la televisión pública, pero cuando compré el tomo yo no sabía de su existencia y mi formación pictórica, pobre, había consistido apenas en un curso escolar dictado por Pancho Guerra García, algunas visitas turísticas a museos y una idolatría desmedida por Modigliani, cuyos seres longilíneos de miradas vacías eran traducidos por la autoestima juvenil como un guiño emo a la melancolía.

El libro me lo recomendó Juan Carlos Méndez, pero no recuerdo por qué, tal vez porque todo en él parecía el resultado de un misterio, aunque este fuera otro de sus aciertos. Lo más asombroso de leer a Berger entonces —y ahora que lo revisito— fue constatar su ejercicio de libertad. El sentido de la vista inicia con un poema (ya el ‘Chino’ Domínguez había advertido que el requisito de todo buen fotógrafo era leer poesía) que, de acuerdo a la diagramación del volumen, debía revelar los significados ocultos de El jinete polaco de Rembrandt. Yo no estaba seguro de cómo ello ocurriría, ni tengo claro si alguna vez la imagen se abrió a partir de esos versos, pero recuerdo perfecto la impresión que me causó ver cómo páginas después Berger variaba de estilo y echaba mano de crónicas, narraciones, ensayos, cuidados ejercicios semióticos, descripciones, apuntes sociales y un largo etcétera donde la hibridez retórica se ejecutaba con una seguridad y pulcritud absolutas. Berger era un maestro siempre en dominio y podía abordar a Goya o a Bonnard con la misma capacidad y lucidez con la que comentaba el Holocausto y su relación con el infierno medieval europeo o, por citar una de sus mejores piezas, la Revolución rusa a partir de un retrato de Mayakovsky (“cuando un hombre de buena salud se suicida es porque, a fin de cuentas, no hay nadie que le comprenda”). El propósito de cada texto, como bien afirma Marta Sanz en una estupenda reseña del libro, siempre es el mismo: “llenar el hueco de una ausencia”.

Comprender algo es tremenda tarea. Comprenderlo todo es una empresa absurda, pero no exenta de belleza. Las migraciones, las guerras y la genialidad artística eran para Berger una materia de estudio tan válida como la naturaleza del trabajo, el comportamiento de los animales y la vista. Tratar de rastrear su curiosidad ha sido una verdadera aventura bibliográfica, un reto complejo para completistas. Las antologías que recogen su obra, como La apariencia de las cosas, Cada vez que decimos adiós o las ya citadas en los párrafos previos, premian la insistencia. Y si bien con el tiempo el grueso de su narrativa fue editado en español por Alfaguara (en estupendas traducciones de Pilar Vásquez, todo sea dicho), casas más pequeñas como Gili, Itaca,
Ardora, Hermann Blume, Bartleby, Capitán Swing o Abada fueron recogiendo la parte inclasificable de su producción, como ese conmovedor homenaje a las enfermeras que atendieron su convalecencia titulado Cataratas. Este pequeño volumen se encuentra en Lima y es una joya: imagine la ternura con la que un viejo crítico de arte agradece el cuidado de las señoras que le ayudaron a recuperar su bien más preciado, mirar.

¿Pero cómo era posible que exista un escritor capaz de hacerlo todo? ¿Ser a la vez un intelectual marxista, un ensayista capaz de devaluar la etapa final de Picasso, un novelista dotado ganador del Booker Prize, un presentador de televisión exitoso y un poeta más que atendible? ¿Cuántos escritores era Berger?

No lo sé. Lo que sí puedo sostener es que leerlo, y quizá en ello resida buena parte de la lección que nos deja, fue la mejor manera de destruir las barreras genéricas con las que la universidad y el colegio, es decir, los mediadores pedagógicos, dividen hasta hoy, artificialmente, los discursos y las textualidades para acercarlos a los alumnos. El propósito didáctico es entendible aunque rara vez se cumpla el objetivo, pues al parcelar la experiencia y la expresión humana se desnaturaliza el campo del conocimiento, y lo que queda no es sino un reflejo borroso y parcial de lo que debería ser un paisaje engranado y vivo. Constatar cómo la pintura y la literatura no constituían facultades separadas —geográficamente ajenas en un campus, para más inri— fue una manera hermosa de concluir que la especialización es una mentira útil, sí, pero una mentira que se puede rechazar.

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