No se metan con mis hijos, por Jaime Bedoya
No se metan con mis hijos, por Jaime Bedoya
Jaime Bedoya

Todas las mañanas, muy temprano, despierto con agua fría a mis dos menores hijos, Victoria (1) y Jaimito (4). Los llevo a rastras hasta el borde del acantilado miraflorino, señalo el horizonte y les digo: la Tierra es plana, ahí acaba el mundo. Detrás de eso están las tinieblas.

El camino de regreso a casa lo aprovecho para recordarle a Victoria que por su condición de género deberá observar siempre una prelación subordinada a la de su hermano en lo que se refiere a educación, compensaciones laborales y elemental desarrollo de una libre sexualidad futura. Advertencia esta última que la pequeña atiende con cierto desdén y un dedo metido en una de sus fosas nasales.

Su despreocupación al respecto reposa en que ya está enterada de que una manera de superar esas trabas es asumiéndose parasitariamente como hija de papá. Usufructuando de un derecho dinástico que en su caso, valgan verdades, no pagarán como a Keiko, pero por lo menos alcanzará para que le regalen un calendario cada diciembre. La gente asume que a los periodistas nos fascinan los calendarios.

A su vez el varón ya ha sido debidamente instruido sobre su necesaria intransigencia respecto a cualquier niño raro, de color extraño o diferente hablar, a fin de que sepa mantenerlo a raya y fuera de cualquier esfera de juego o amistad. Con la severidad de un Galarreta hay que establecerle desde temprano que la gente diferente es un error, y que los errores se pagan.

Luego de abandonarlos durante todo el día a fin de garantizarles con cierto margen de error techo y comida, por la noche los conmino antes de acostarlos para transmitirles la mayor cantidad de falsas verdades y suposiciones, tales como ataques de pishtacos o terror de ideología de género, enfatizando toda opinión sin sustento que la gente haga pública dentro de la mejor escuela Becerril-Chacón, ese legado.

Pero, en realidad, la clave final de este aprendizaje existencial sucede todos los domingos.

Es cuando les toca a ellos despertarme a mí muy temprano con agua fría para llevarme a patadas hasta el borde del acantilado miraflorino. Ahí señalan el horizonte y dicen: la Tierra es plana, ahí acaba el mundo. Detrás de eso está el .

Y acto seguido me empujan hacia el abismo por estar diciéndoles cojudeces durante toda la semana.

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