Miguel Burga Vergara, i.m., columna de Jerónimo Pimentel
Miguel Burga Vergara, i.m., columna de Jerónimo Pimentel
Jerónimo Pimentel

¿Sabes lo que pensé?
     Qué extraño es que te recuerde bailando “Muñeca” al pie de una rocola, el único lujo que se permitía la cantina más asquerosa de la costa del Pacífico, detrás del distrito obrero, en el verano del 74. Es extraño porque yo nací cuatro años después y no es posible que te evoque tan nítido, a contraluz, de pie, al lado de una mesa apenas decorada por una galonera de plástico desde la que se levantan dos flores raquíticas. Esto debe ser prueba de algo para la neurociencia o, en su defecto, es un indicador de la calidad de tu leyenda. 
     ¿Sabes qué pienso?
     Que a los hombres alguien les tiene que enseñar a bailar.
     ¿Sabes qué hice esa tarde?
Estaba de vacaciones y la adolescencia discurría molesta, sin frenos. 
Habías llegado con viandas y botellas y alegría. Yo saqué mi guitarra y me puse a practicar algunos riffs de Iron Maiden  y Metallica: los más rápidos, los más difíciles, los más toscos. Te mostré orgulloso mis pobres imitaciones acústicas con la seriedad de un polo negro y el arrojo de mi primer intento de pelo largo. 
     ¿Sabes qué hiciste?
     Me pediste la Falcón y empezaste a tocar suavemente acordes de bossa nova. De la guitarra, que antes había sido un instrumento de rabia, empezaron a surgir rezos sensuales. Sobrino, me enseñaste, con la autoridad de tus tres matrimonios. La guitarra se ha creado para amar a las mujeres. Por eso tiene esa forma. Y la acariciaste como si fuera ella. Luego entonaste sin dejar de sonreír y, como si el portugués fuera tu lengua natal, cantaste “Garota” y “Agua de beber” y puede que también “Desafinado”. Luego le diste un sorbo al ron rubio.
     ¿Sabes qué hice yo?
     Te seguí a la cocina y te vi hacer una fiesta con las cacerolas. Walter Curonisy me había educado ya en la importancia del fuego para la cocción de un omelette perfecto, pero no estaba preparado para esto. El reino marino se abrió lento con el crepúsculo y me descubriste los secretos de los sudados, los misterios antiguos del horno y del wok. Atrás, la gente discutía de poesía y de política como si estas fueran cosas importantes. Pablo Guevara citaba a Artaud con aquello de “el hombre nació para comer y cagar” y Verástegui me preguntaba cómo me definía, si socialista utópico o trotskista duro. Yo tenía 13 años y me daba perfecta cuenta de que la literatura estaba ocurriendo ante mí, sí, pero no en la tertulia, sino al calor de un sibarita, con delantal y mantel. 
     ¿Sabes qué no comprendí nunca?
     Cómo aprendiste a manejar la primera computadora que llegó a mi casa, la flamante 386 SX, antes que yo. Te sentabas a pergeñar proyectos, revistas, libros, planes, cuentos, crónicas, recetas e ideas. Yo te veía con sorpresa: la mano izquierda sobre el teclado, la derecha aireando un manuscrito viejo, el cigarro casi cayendo desde la comisura izquierda (la boina descansaba, altanera, en el sillón). Era como si siempre hubieras estado en personaje, o como si no lo hubiera. Las palabras se sucedían en la pantalla VGA con lenta rapidez, quiero decir, con intención rítmica y melódica. El teclado era un piano y yo traía hielo. Cuando sea grande, pensaba, quiero trabajar así, como si alguien me estuviera filmando.
     ¿Sabes qué no hice nunca?
     Ir a La Casona. La escuché nombrar mil veces y trabajé siete años a tres cuadras. Hace unos días, Niño de Guzmán me la mencionó y se puso nostálgico con su vieja y efímera prestancia. Hay sitios, creo, que es mejor imaginar.
     ¿Sabes cómo te recordamos en casa?
     En terno blanco, impecable, y con pañuelo. Leyendo “Piel de globo”, el único cuento tuyo que tuve en mis manos, en el auditorio de la Biblioteca Nacional. Recibiendo a mi madre, después de la operación, con una canasta de flores. Llamando por teléfono para contarnos chistes. Hablando con toda seriedad de las últimas máximas acuñadas por esa corriente de pensamiento que bautizaste como filosofía chiclayana. Haciendo reír a mi viejo hasta la extenuación. Sacando, con cada ocurrencia, un brillo hermoso en los ojos de mi hermano. 
     ¿Sabes cómo pronunciamos tu nombre los iniciados?
     Sí lo sabes: primero en diminutivo; después, dejando una leve pausa dramática; finalmente, como un aluvión feliz, alargando tu apellido en la “r” gracias a un juego de lengua y paladar. Algo así como: Miguelito (silencio) Bur-r-r-r-r-r-r-r-rga.
     ¿Sabes qué aprendí?
     Que la vida es más importante que la literatura. Una y mil veces. Que hay obras que se hacen no con palabras, sino con gestos. Que el pudor es una línea de dignidad que trazamos para que nadie la cruce. 
     ¿Y sabes por qué estoy llorando cuando escribo?
     Porque el mundo es ahora un lugar un poco más triste, Miguel. Por alguna razón que hasta ahora no entiendo, no he sido capaz de darle el pésame a mi padre. Espero que él y tú sepan perdonar.

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