¿Y ahora qué pasa?, por Jerónimo Pimentel
¿Y ahora qué pasa?, por Jerónimo Pimentel
Jerónimo Pimentel

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Quien vea “Narcos”, o quien haya visto “El patrón del mal”, podrá no solo comparar la factura de ambas series (los colombianos no toleran el supuesto dejo paisa del brasileño Wagner Moura ni la dramatización norteamericana de una historia que consideran suya), sino también encontrar algunas constantes entre la serie de Netflix y la telenovela de Caracol. La principal tiene que ver con la representación audiovisual de la violencia. Desde la sequedad del documental al gore hay un gran galería de opciones que va de la no ficción a la simulación explícita, pero difícilmente la televisión mainstream será un canal de expresión adecuado. El medio condiciona a la audiencia a la que cada producto se debe. Los géneros audiovisuales aptos para todos son, por lo general, solo dos: la comedia y el (melo)drama. Y el requisito para que funcionen es humanizar tanto a protagonistas como antagonistas. El problema, luego, es que los enemigos de la nación son más útiles como fantoches que como personas. La cultura de masas fagocita, pero también concede.

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La comedia es un género improbable, pero no impracticable: el genio de Kurt Vonnegut pudo hacer reír con el nazismo (uno de los personajes de “Madre Noche” —una obra maestra— es el “Führer negro de Harlem”). ¿Cuántos años faltan para que nazca el talento que, con distancia, pueda utilizar a Abimael Guzmán para convertirlo en materia de un musical sin que ello implique indignación o irrespeto (música sugerida: “Zorba el Griego”)? ¿Por qué procesos deberá pasar la sociedad peruana para que las víctimas, o los hijos de las víctimas, puedan reír sin que se las condene? ¿Es la risa el mecanismo final de adaptación?

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El temor es a la banalización y sus consecuencias. Un amigo, luego de ver la segunda temporada de “Narcos” con su hijo adolescente, comenta que el chico desea un polo con la cara de Escobar. Él se indigna ante el pedido. Es curioso que la generación que convirtió al Che Guevara en un tatuaje, un estampado, un sticker o un meme sea la misma que se exaspera con el uso de la mercadotecnia al servicio de los narcoídolos de exportación.

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¿Pero qué ocurre con los problemas peruanos?

Mientras la prensa denuncia a un escuadrón de la muerte que se dedicaba a fraguar operativos para asesinar delincuentes de poca monta haciéndolos pasar por cabecillas de bandas, la sociedad no tiene claro qué debe hacer con aquellos que, por más absurdo que parezca, reivindican el legado de Sendero Luminoso.

Las ejecuciones, de ser ciertas, son una farsa repugnante pero curiosamente popular. La ciudadanía asediada por la inseguridad tiende a creer que un crimen no es tal si la víctima es culpable de algo, no importa de qué. La judicialización, en este contexto, se acepta como un lujo inútil, decadente. Tener narcoestados como amenazas próximas tampoco ayuda a calmar los ánimos. La cultura de la violencia es muy fácil de instalar y muy difícil de erradicar, como lo ha descubierto Colombia con pasmo el pasado fin de semana en el referéndum.

obliga a cierta reflexión. Nadie en su sano juicio cree que los herederos de Sendero Luminoso deberían tener derecho a hacer política. No tienen legitimidad moral para tentar la representación de la cosa pública ni otra motivación que la amnistía de un genocida. Pero, a su vez, tampoco es deseable que vuelvan a las armas. El principio de realidad (digamos, el mausoleo de Comas) nos obliga a aceptar que existen. Luego, la lógica deja pocas opciones: intentar reinsertarlos, esperar que mueran o ignorarlos. La primera es una alternativa inverosímil, habida cuenta del historial senderista; la segunda, una sugerencia antidemocrática y peligrosa; la tercera implica negar de llano el principio de realidad. La razón da círculos y, mientras, el cronómetro sigue en marcha: muchas penas están por vencer y muchos condenados están por salir. ¿Qué hacer con los culpables y los rendidos?

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La violencia como recurso político tiene un descrédito reciente. Hace poco, en una conversación con Antonio Zapata, el intelectual comentó algo que es posible constatar en cualquier historia de la izquierda peruana: en los sesenta y setenta los valientes elegían el monte y los otros, las aulas. La Revolución bolchevique y Mao invitaban a pensar que el tema no era cómo, sino cuándo. “La democracia es una meta en sí misma hace poquísimo tiempo”, dijo el historiador. Solo después del horror terrorista y la represión de Estado la política peruana consensuó que el sistema excluiría a los insurrectos a cualquier costo (una democracia exagerada obligaría a tolerarlos), lo que significa que nuestro paquete republicano tiene un tabú. La visibilización del tabú (digamos, el mausoleo de Comas) origina reacciones nerviosas. Entendiblemente.

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¿Cómo se vence el horror?

La verdad es que no se le vence.

Claude Lanzmann pensó que su deber artístico era registrar, a través de la documentación de testimonios orales, la voz de víctimas, victimarios y testigos del Holocausto. A ello dedicó 11 años de su vida y 10 horas de un filme sin voz en off, música incidental y de preferencia grabado en un mismo encuadre: “Shoah”.

En Colombia y México la narcoliteratura y las narcoseries se han convertido en un género de exportación. Una editora comentaba, en Madrid, el pasmo que le producía ver el rostro de Pablo Escobar por La Gran Vía, a propósito del lanzamiento de la segunda temporada de Narcos. Para ella, el capo del Cartel de Medellín no era el protagonista de una ficción exitosa, sino un monstruo real. Un peruano de más de treinta años puede hacer el ejercicio de imaginarse caminando por París o Nueva York en avenidas decoradas con retratos de Abimael Guzmán. ¿La recreación ficcional ayuda a sobrellevar la indigestión moral?

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