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Jaime Bedoya

Llegas a una esquina de una calle de doble sentido. Hay un letrero de PARE. Hay un rompemuelles. Hay un crucero peatonal. Recuerdas que hay videos de patos que respetan las señales de tránsito en Suiza. Te detienes.

Inmediatamente empiezan a tocarte bocina.

El auto detrás del tuyo no es una ambulancia. Es un camión refrigerador. Lo miras por el espejo y le explicas con señas al conductor que piensas cruzar la avenida y no hay pase posible. A menos que te eleves y planees, deseo oculto detrás de una bocina.

El conductor del camión decide no esperar más. Te sobrepasa contra el tráfico, acelera y dobla a la derecha, al mismo tiempo que avanzas, impactándote. En un acto reflejo, coges el teléfono y registras el momento como evidencia, porque la gente miente. Entonces el tiempo se detiene. La fuerza gravitacional de una espiral ilógica sin comienzo ni fin, aquella que atrae todo lo peruano, te arrastra.

La conversación empieza cortésmente. “¿No vio el cartel de PARE, el rompemuelles, el crucero peatonal, la flecha que le indica que estaba contra el tráfico?”, preguntas. La respuesta es premonitoria: “Estoy apurado y usted estaba estacionado en la esquina hablando por teléfono”.

¿Cómo se responde a lo irrazonable? ¿Con Basadre, con patos suizos, con Gareca? Llega el procurador de la compañía de seguros y le dices, como quien da el pésame: “Vamos a la comisaría”. Él mira con cara de no, por favor. Cancelas todo lo que tenías que hacer.

Llega el dueño del camión refrigerador. Un señor mayor, respetable vecino que peina canas y fuma a las nueve de la mañana. La estampa de la respetabilidad. Hasta que luego de informarse de los hechos sentencia: “Aquí hay responsabilidad compartida”. El procurador entorna los ojos. “Vamos a la comisaría”, insistes.

Habían pasado dos horas y media del accidente idiota. No había sangre ni heridos, a diferencia de lo que mata a cientos de peruanos al mes, pero el germen era el mismo: la ley no está hecha para respetarse. Está hecha para doblarla, amoldarla y pasarse por la entrepierna de aquellos a los que una civilización en común les vale madres.

“Vayamos a medias”, plantea el caballero parado a dos metros de una inmensa flecha blanca que indica el sentido inverso en que se desplazaba su camión. No sabes cómo responderle. Cuesta insultar a la gente mayor.

El susodicho aprovecha el bloqueo sináptico: “Tu nombre me suena”, dice, recurriendo al falso halago como cortesía previa al embuste. “Trabajo en un periódico”, le respondes. “No, no por eso”, aclara con un gesto de desprecio. “No leo periódicos”, sentencia blandiendo su desinformación como una medalla.

El conductor, su empleado, se yergue empoderado. Piensa: “Mi jefe, viejo y blanco, no lee periódicos, se caga en la ley”. La barbarie siempre se reclama invencible. Por eso es idiota.

Subes al auto y le dices al procurador, con menos paciencia, sígueme a la comisaría. Pero apenas arrancas el del seguro hace una señal. El señor que no lee le consulta al oído si es que tiene opción, de una manera u otra, de tener la razón. “Esa manera no existe”, le dice. Entonces todo cambia.

Bipolarmente el que no lee se deshace en disculpas, firma la responsabilidad ante el seguro y, tras horas de argumentar que sí se puede manejar contra el tráfico, pide perdón por el inconveniente. Un pato suizo cae del cielo, se estrella sobre el asfalto y nadie lo ve.

El inconveniente, por tu parte, fue tiempo irremediablemente perdido. Por la otra, cinco mil soles en reparaciones que tendrá que asumir. Pero no se enterará por acá.

Él no lee.

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