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Jaime Bedoya

Hay una sintomatología que afecta a las mejores mentes de la nación. Lo de ‘mejores’ lo aseguran ellas mismas. La certidumbre establece el umbral de esta enfermedad. 

Este síndrome invade su entendimiento sin grietas ni dubitaciones, y configura un convencimiento respecto al rol protagónico que la historia les reclama. Los indicios se presentan con gradual persistencia y sólida indiferencia hacia la realidad, hasta que el cuadro clínico —poderoso como un mandato celestial— se instala en sus personalidades sin vuelta atrás. Es cuando una voz al interior de sus cabezas les dice: “Eres tú, es tu momento. Eres presidenciable”.
La categoría de presidenciable puede tener alcances patológicos cuando es uno mismo quien la determina. Una de las primeras señales de su ocurrencia es que los zapatos dejan de sentirse cómodos. Les quedan chicos, como la vida misma. Después de los zapatos es la silla. Siguen los amigos, hacer colas, las ocupaciones cotidianas, etc. La historia les reclama una huella más grande.

El proceso que supone convertirse en un elegido le exige angustia a quien lo transita. Le resulta difícil comprender cómo los demás no se dan cuenta de que él, como presidenciable, ya no tiene tiempo ni razón para ocuparse de minucias. Este es uno de los motivos por los que los presidenciables solo conversan con extraños, juegan con sus hijos o se amarran los pasadores cuando hay una cámara frente a ellos. La causa hace llevadero el fastidio.

Uno de los datos más simpáticos del presidenciable es que en los hechos no necesita ganar nada, nunca, para seguir habitando cómodamente el espectro que ocupa. Su síndrome se nutre de lo potencial, del valor ilusorio y perdonador del condicional. Al no existir una medida para su fracaso, la carrera sempiterna del presidenciable tiene un solo resultado: un probable éxito.

Para el presidenciable, por si no queda claro, todo aquello que no sea él mismo es poca cosa. Eso explica la modestia cualitativa respecto a varios candidatos a la alcaldía de Lima, ese cargo menor 1. Como no es importante, que postulen otros.

Es así como un exconductor de televisión víctima indirecta de asalto, un hijo de papá o un denunciado por delitos de lesa humanidad califican para ser los próximos alcaldes de Lima. Pero ojo que entre ellos llega agazapado un declarado megalómano barrial que lleva el ADN del presidenciable hasta en el último tornasolado cabello que le queda. Ya lo dijo, Lima es solo un trampolín para impulsarse al reto que el destino le ha impuesto. Mandato que, por supuesto, solo él entiende y admite como razonable para la nación.

Lo que queda por establecer es el curioso y determinante papel que nosotros, los electores, tenemos en esta epidemiología. Si la criatura tuvo un doctor Frankenstein que lo creó, los presidenciables y sus sucedáneos nos tienen a nosotros como masivos representantes de la paternidad no responsable. Somos millones, pero parece que no lo supiéramos.

1. Jorge Muñoz, Gustavo Guerra García y Manuel Velarde sí son
candidatos a la altura de la ciudad.

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