Que quede escrito que en mayo del 2018, Año del Señor y también del Diálogo y la Reconciliación, a poco de un mes de un retorno rampante pero triunfal a un Mundial de fútbol, un manto de tristeza se apoderó del país, como si algo malo le hubiera pasado a alguien de la familia. Al menos a la de aquellos que saben que patear una pelota mejora la vida, y no necesitan preguntar por qué.
Que conste que esa pena tuvo origen en un fallo sin sentido, contradictorio y desproporcionado, que no conciliaba aquello que absolvía con la severidad con que lo castigaba. Pero que, al mismo tiempo, explicaba la sinrazón de cómo así un farmacodependiente comprobado como Diego Armando Maradona puede ser ahora uno de los portavoces del fútbol asociado mundial.
Que quede apuntado que, en medio de la consternación popular, emoción real y sincera que hay que saber respetar y acompañar, un puñado de iluminados, los de siempre, consideraron este como el mejor momento para relativizar la validez de aquello de ser feliz pateando balones, esa sonsera, lamentándose de la facilidad con la que el sentimiento se impone sobre la razón. Que se entienda dicho síndrome como otra manera de demostrar que ser culto y saber vivir son dos cosas diferentes.
Que se advierta que existen poquísimas probabilidades de que, en estos momentos, en el sótano de un hotel san isidrino, un mozo de identidad encubierta esté aislado del mundo exterior provisto de agua y provisiones para sobrevivir los próximos cuatro años. Que se entienda que lo altamente probable es que ese mozo no exista, por más pesadillas vindicativas que se tengan contra él.
Que se tome nota, especialmente de parte de las nuevas generaciones, de lo próspero y lucrativo que puede ser el ejercicio del derecho cuando este se hace en beneficio propio antes que el del cliente. Esto sucede con flagrancia ante el espectáculo público de una estrategia equivocada que acaba hundiendo aún más al defendido en vez de conducirlo hacia la puerta de salida. Pero cobrando, y duro, durante todo el camino señalado por el autosabotaje.
Que se considere este incidente como la nueva nave nodriza de los grandes misterios peruanos, que ocupa un lugar de renombre ahí donde en espiral eterno habitan temas como para qué sirven las líneas de Nasca, qué pasó en las olimpiadas de Berlín, por qué se cayó el Fokker, dónde está la página 11 y con qué se lava los dientes Chibolín. Que se acepte que lo más seguro es que nunca, jamás, en la vida, se conocerá exactamente lo que originó la presencia del metabolito en el organismo del capitán.
Que quede escrito que esto último no importa. Que si a la gente más le vale la magia que la verdad, es por algo. Que si caminan del aeropuerto hasta la Videna con la camiseta número 9, es por algo. Que si la gratitud se manifiesta como fuerza telúrica, es por algo. Ese algo debe tener algo que ver con la alegría de patear un balón en nombre del equipo.
Y que quede escrito que, si estamos volviendo al Mundial al cabo de más de tres décadas de pesares, es, en gran parte, por Paolo Guerrero.
Gracias, capitán. Ahora toca dejar que los otros once jueguen el Mundial.