El año pasado Fernando Ampuero (Lima, 1949) publicó Lobos solitarios, un breve texto autobiográfico acerca del trágico devenir de dos periodistas compañeros suyos en Caretas durante los ochenta, Edmundo de los Ríos y Xavier Ugarriza, quienes de distintas maneras probaron el amargo trago del fracaso literario. El relato, compuesto por un humor agridulce y un dramatismo fatalista que en sus mejores escenas conseguía escarapelar al lector, fue una de las entregas más logradas de Ampuero, y confirmaba su talento para la ilustración de personajes condenados a destinos escabrosos y las atmósferas decadentes donde estos se revuelcan.
El autor de Caramelo verde regresa apelando nuevamente a su registro vital con La bruja de Lima, la primera parte de sus memorias. Esta vez repasa uno de sus episodios personales más crudos: aquel en el que se le diagnosticó un cáncer terminal a finales de los noventa. Cuando ya se había resignado a su dejar de ser y barajaba la posibilidad del suicidio para adelantársele a la parca, el pintor José Tola le hizo conocer a Hilda, una vieja gitana capaz de limpiar los cuerpos de enfermedades terminales y enemigos feroces mediante folclóricos ritos. Las recaídas, el constante miedo a un final prematuro que parecía inevitable y hasta un crimen de sangre caracterizaron ese período de desestabilización y curación.
Y, a pesar de tan lóbregos ingredientes, La bruja de Lima es una (casi) continua celebración de la vida. Ampuero apenas comenta sus rituales de desahuciado o sus angustias; más bien abunda sobre las decisiones que tomó para disfrutar los supuestos seis meses que la ciencia médica, casi unánimemente, le deparaba. Quizá el punto más luminoso del libro sea el viaje a Europa que el escritor realiza para hallar en el Viejo Continente trazos de esplendor artístico y de humanidad que lo reconcilien con el mundo, como la contemplación de los cuadros de Ingres y Tiziano, que le permitieron “amoblar mi imaginación” y el encuentro callejero con viejas prostitutas barcelonesas cuyas risas le recordaban “la belleza de las ruinas”. Asirse con pasión a la grandeza de los maestros y al sueño de la existencia frente a todas las adversidades y presagios fúnebres es la lección que Ampuero ofrece desde su condición de temporal vecino de la muerte.
NOVELA
La bruja de Lima
Editorial: Tusquets, 2018
Páginas: 104
Precio: S/45,00
Sus acompañantes en esa tempestad por la que Ampuero navegó eran los numerosos gitanos del clan de Hilda, quienes participaron como coloridos testigos en su proceso de sanación. Sus festivas vestimentas, el misterio que rodea sus tradiciones y operaciones mercantiles son repasados como un consuelo por su imposibilidad de adentrarse en la biografía de la enigmática Hilda, de quien apenas puede presentarnos algunos retazos de conversaciones y anécdotas cotidianas. Pero eso le basta para redondear un muy buen personaje, cuya sola presencia articula ese pequeño universo de conjuros, apariciones, monstruos y revelaciones que sumergen al narrador en una dimensión alegre y esotérica de la que ninguna invocación a la racionalidad puede rescatarlo a esas alturas.
Hay algunas páginas de La bruja de Lima en las que la mirada optimista de Ampuero se desliza hacia la superficialidad y el egotismo, lo que, si bien no empaña sus virtudes, sí lo sitúa un paso atrás de Lobos solitarios, que es más regular en la tensión y la consistencia que impregnan las reflexiones y situaciones que lo integran. Pero, más allá de ese reparo, estamos ante un libro entretenido y conmovedor que le da la razón a Fernando Ampuero en su opción por la búsqueda memorialista. Esperamos la segunda parte de esta indagación privada y eventualmente un tomo más amplio y sustancioso de su experiencia como periodista de Caretas, una revista icónica de cuya convulsa historia oculta todavía no se ha dicho lo suficiente y necesario.