"Stranger Things", desde la mirada de un espectador peruano
"Stranger Things", desde la mirada de un espectador peruano
Jerónimo Pimentel

Los géneros de horror y policial comparten una premisa: crear una ansiedad que, en algunos creadores dotados, se convierte en suspense. Este nace de la necesidad emocional de compensar la normalidad de un mundo alterado, ya sea por un hecho paranormal o un crimen. El investigador, el detective o aquel señalado por el azar para afrontar el caso debe remediar, a través de la búsqueda de la verdad, y en algunos casos, de la justicia, aquello que las fuerzas del mal han pervertido. Una idea poderosa funciona como motor subyacente: la normalidad existe, posee un orden y este merece ser restaurado. El tejido social se ha dañado, pero a través del método y la razón se puede sanar.

¿Pero de qué normalidad estamos hablando?

No de la peruana, ni de la siria, ni de la kurda, por cierto. En estos mundos no existe una vida que valga la pena perturbar para después vindicar. Nuestros dramas y desviaciones no generan inquietud por restablecer una armonía perdida porque esta no se alcanzó. La muerte, la tragedia, la locura y el absurdo han encontrado cobijo en dos viejos conocidos: el costumbrismo y el realismo mágico. Esta puede ser una explicación parcial de por qué en las literaturas periféricas (otra forma de decirlo es: en las recreaciones de las sociedades no industrializadas) prima el realismo. Aquí las narrativas nacionales se suelen confundir con los discursos sociológicos (un viejo legado del indigenismo), mientras que géneros como el thriller o las distintas variedades de lo fantástico tienen frutos escasos y, a veces, son objeto de sospecha.

La normalidad que debe ser restituida es solo una, y tiene una base ideológica fortísima, aunque exclusivamente anglosajona: inicia como una herencia del positivismo victoriano y se vuelve propaganda política con el american dream durante la Guerra Fría. Luego de la Segunda Guerra Mundial y antes del desastre de Vietnam hay una década, la del cincuenta, que crea y reúne, en Estados Unidos, los estereotipos que alimentan un imaginario tan potente que ha servido, además de materia de exportación, como matriz de productos representativos como “Los años maravillosos”, “Carrie”, “Scream” y, claro, “Stranger Things”.

La excelente serie creada por los hermanos Duffer, sin embargo, destaca por un giro curioso en la era de la recuperación de la nostalgia: no tiene giro. Con “”, Netflix ha encontrado la manera de recuperar la universalidad de esta vieja fórmula y la ha aterrizado, como si se tratara de una fábula nueva, de la forma más arquetípica posible: un mal encarnado, literalmente en una pesadilla de Lovecraft (al que solo se puede ver, lección bien aprendida, hacia los minutos finales), se enfrenta a una pandilla de chicos armados con bicicletas y walkie-talkies, nerds antes de que Sheldon hiciera cool la introversión, tan indefensos que provoca abrazarlos apenas se les ve. ¿Pero cómo se convierte lo viejo en nuevo? Para los hermanos Duffer la opción ha sido elevar la apuesta. Ayuda que en las clases medias occidentales el suburbio no sea ya un referente geográfico y cultural real (¡cuán irrelevante es que la ficción suceda en Indiana en vez de Dallas o Sacramento!), sino un botón que gatilla una utopía socialmente aceptada: las almas puras, unidas por la amistad vecinal y el compañerismo a prueba de todo, son capaces de enfrentar a la criatura más aterradora.

¿Es posible extrapolar este recurso a la literatura o el cine peruanos? Es improbable. Los ochenta fueron catastróficos y la calamidad se convirtió en una suerte de compañero cotidiano, como lo puede testificar todo peruano con edad suficiente. Las imágenes que prevalecen del mundo prevelasquista son moralmente repudiables y, luego de la dictadura militar, ni el segundo belaundismo, ni el aprocalipsis, ni Sendero Luminoso (la matanza de Lucanamarca ocurrió en 1983, el año en el que está ambientada “Stranger Things”) dejaron resquicios, memorias, imágenes, ideas, ni temas que no sean el del genocidio, el terror político, la represión y la escasez. ¿O será posible que algún autor limeño, quizá solipsista, levante la mano y se juegue una fichas por las tardes que pasó en Camino Real?

No quiero sonar cínico pues he disfrutado “Stranger Things”, espero con ansias la segunda temporada y la he recomendado a todo aquel que me ha querido oír. Y aun así, no puedo dejar de notar que los recuerdos que evoco no son míos, que las referencias que convocan y conmueven a su audiencia original tampoco corresponden a los escenarios de mi nostalgia y que, indefectiblemente, algo en el vuelo ficcional se ha perdido. La serie me gusta y entiendo por qué me gusta, pero crea una distancia que no sé digerir. Las cuerdas que se tocan son las correctas, pero provienen de un aprendizaje cultural, no de una experiencia. El dolor de una madre que pierde a un hijo es universal, la fraternidad de los amigos de barrio es reconocible, pero los paisajes, ay, son prestados. ¿Es esta una condena al verismo o un síntoma desatendido? ¿O es solo que el juego deja de ser gracioso cuando se riza el rizo?

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