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Jaime Bedoya

La pasión contenida, principio expresivo del cante jondo flamenco, es innatamente gitana. Y gitano es nuestro fútbol, porque se espanta, se recoge, huye o florece en un recorte de arte y saber estar que hace de lo improbable una gesta.

La gitanería del fútbol peruano, sentencia que hace unos años camuflaba desdén, hoy es una nueva manera de la victoria.

Esa pasión contenida, trasladada al hincha tras casi cuatro décadas de frustración, se materializa en estos días en forma de emoción intensa de miles de adultos que abren sobres de figuritas como si al hacerlo saldaran cuentas con el pasado, rasgándolo en pedazos en busca de una ilusión escondida.

Mantienen la compostura —puede haber niños presentes—, pero la maravilla ante cada cromo nuevo encierra la trepidación casi olvidada propia del primer amor. Los he visto. No sientan vergüenza de lo que hace alegre a un corazón.

Hay más viejos, por no decir afortunados, que fuimos niños, con álbum y figuritas, cuando era una normalidad intermitente que el Perú fuera a los mundiales. Resulta retrospectivamente mágico ver hoy recreada esa sensación en adultos que se la perdieron, así como en niños que están creciendo acostumbrándose a no perder.

Qué belleza. Qué peligro.
Pero antes y después de cada álbum del Mundial hubo siempre el álbum genérico, el inopinado y seudopedagógico, pero no por ello menos convincente del ritual trascendental que suponía el pegado e intercambio civilizado de figuritas. Sus títulos son bibliografía fundamental de la educación sentimental del ciudadano contemporáneo que linda con las fronteras de lo que gentilmente se llama la mitad de la vida: el álbum de Topo Gigio. El álbum Mi Perú. El porqué de las cosas. El más y el menos. Y siguen firmas.

Detrás de esos álbumes, como una muralla de solidez protoacadémica, estaba el apellido del visionario divulgador y astuto emprendedor que hacía posible esta construcción de nostalgia prepúber: Editorial Navarrete.

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La casualidad no existe. Hace algunos años, cuando un beodo coimero hoy prófugo ejercía la presidencia de la república, en un acto más de chauvinismo populachero que de gestión cultural, el Gobierno peruano reclamó piezas arqueológicas que Hiram Bingham se había llevado y que Yale conservaba Eso generó que yo acabara en Connecticut atendiendo las razones académicas por las que a la universidad le preocupaba el destino de esas piezas. Ya sabemos: la reventa, el descuido o la pérdida.

La serendipia consistió en que al cabo de esa comisión de alta cultura, cumpliendo con la inevitable escala de vagancia inspiradora en Nueva York, el colega y amigo Renato Cisneros me invitara a una cena random, valga el anglicismo. Se había encontrado con don Luis Navarrete, amo y señor de los álbumes y figuritas peruanas, que gentilmente invitaba a sus compatriotas presentes en la ciudad a una cena en el restaurante giratorio del Marriott de Times Square.

Don Luis Navarrete, risueño, generoso y agradecido de su suerte, compartió secretos irrepetibles en torno a por qué resultaba tan importante el banal acto de pegar cromos en un álbum. Es decir, nos decía por qué se había hecho millonario a costa de nuestra sana ilusión. Lo decía con empatía y cariño, no usura.

A cambio de la fe depositada en sus productos, desentrañó esa noche el arcano detrás de la maldición de las figuritas imposibles, las que no te dejan llenar el álbum. Pero eso no se contará acá.

Se contará más bien que la mesa era redonda, que la cena fue larga y rociada, y que en efecto el restaurante giraba con don Luis, que parecía conducir una nave voladora sobre el cielo de la capital del mundo.

Adinerado, enjoyado y triunfante, parecía un niño de edad madura, distinguido por un fino bigotito sobriamente teñido de azabache sobre el labio. Nosotros le dábamos las gracias. No solo por la comida, sino por ese negociado durante nuestras infancias que a él lo había hecho rico y a nosotros felices. No hay cómo pagar lo que no tiene precio.

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